Llevaba meses rezando para que un lunes se presentase vacío, sin apenas noticias que comentar, y así poder hablar sobre los cannoli. Ahora le toca a usted preguntar qué diablos es un cannoli y por qué habría de importarle su existencia. Un cannolo –cannoli en plural– es un pedazo de cielo traído a manos de ángeles sicilianos hasta la Tierra. De él sé dos cosas. La primera y la más importante es que es el dulce más perfecto que jamás haya concebido la mente de un pastelero. La segunda que vienen de Palermo, ciudad injustamente célebre en el mundo entero por los crímenes de la mafia, los atascos de tráfico y los asaltos a los turistas. Infelizmente para sus naturales, la imagen de Palermo, venerado confín oriental de la Corona de Aragón que en mala hora decidió someterse voluntariamente al yugo piamontés, se la debemos a los sacamuelas de Hollywood y no a los reposteros sicilianos.
Una servidumbre inexplicable porque los hijos de la remota Spagna siempre tuvimos a Sicilia como un jardín del capricho, un edén luminoso y gesticulante bendecido por todas las cosas buenas de la vida. Los desgraciados de la llanura padana, mitad gabachos, mitad alemanes, con sus cabezas cuadradas y su arroz pasado la desprecian de obra y de palabra. Terrones les llaman, que ya hay que ser botarate y malnacido, especialmente cuando eso se dice desde un pantano plagado de mosquitos. Quevedo, que pasó en Sicilia seis años como secretario del virrey, ya advirtió a Felipe IV que, o prestaba atención a la isla, o se la iban a birlar. El peligro no eran los franceses, sino los del ducado de Saboya. Ojo clínico, al final fueron los saboyanos, ladronzuelos de medio pelo, quienes se quedaron con ella. Total, para nada, para hacerla de menos.
Pero, volviendo sobre los cannoli, los mejores de Sicilia son los de la señora Firbo, palermitana consorte que, curiosamente, es de origen piamontés, lombardo o de algún lugar de allá arriba. Firbo, de nombre Rosaria, es saboyana también en el color del pelo, es una testa di fuoco como Carlos Manuel, aquel duque de Saboya, que, inconsciente y atolondrado como siempre fueron los de esa casa, plantó cara a los españoles y perdió. La rojez capilar se nota en sus cannoli, prodigio de dulzor apagado, retrogusto a malvasía de Lipari y ricota ligeramente granulada, lo que los hace muy agradables al paladar. Se tienen que comer fríos y, preferiblemente, recién hechos. Por fortuna hay vuelo directo entre Palermo y Madrid así que en más de una ocasión he podido comerlos del día, lo cual roza la perfección cannolesca. Si se los lleva uno a la boca con un día de retraso tampoco es mal arreglo, pero la corteza de pasta frita se ha endurecido un poco y el placer, aunque mucho, ya no es el mismo.
Lo realmente sorprendente es que los cannoli saben mejor aquí, en lo alto de Castilla, que al nivel del mar. Comerse menos de tres seguidos es un pecado para el que no existe absolución posible. Apunten el dato. Rosaria Firbo, señora de Marchese y marquesa de los cannoli es a la pastelería lo que Goya a la pintura. No es casual que ambos sean aragoneses.
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