Sic Semper Tyrannis
Cuenta Tucídides que, en el año 514 antes de Cristo, dos griegos llamados Harmodio y Aristogitón apuñalaron hasta la muerte al tirano Hiparco de Atenas. Este asesinato, el primer magnicidio del que se tiene constancia histórica, disfrutó de una puesta en escena muy cuidada. Los asesinos, que eran además amantes, querían que su hazaña pasase a la posteridad. Lo planearon todo con esmero para enviar al tirano al otro lado de la laguna Estigia delante de toda la ciudad, en el mismo pie de la Acrópolis durante una procesión que precedía al comienzo de las Panateneas, la festividad anual que se celebraba en honor de la diosa protectora de la ciudad. Lo cierto es que la Atenas de finales del siglo VI antes de Cristo no tenía un tirano, sino dos: el desventurado Hiparco y su hermano Hipías, que era realmente quien mandaba. El plan era liquidar a ambos, pero falló la ejecución. Harmodio murió instantes después de asestar la última puñalada a manos de la guardia personal de Hiparco, un cuerpo de cincuenta hombres armados con un garrote. Al poco Aristogitón fue apresado. Hipías dispuso así de unos minutos preciosos para retirarse tras la guardia y salvar de este modo su vida. A Aristogitón le esperaba un lúgubre destino en forma de cámara de tortura y subsiguiente muerte a puñaladas. Ya se sabe que el que a hierro mata, a hierro muere. La tortura no era gratuita, Hipias quería nombres porque sospechaba –no sin razón– que detrás de los dos asesinos se escondía una conspiración a mucha mayor escala.
Aristogitón resistió la sesión de tortura sin decir un solo nombre, tal vez porque no lo había o tal vez porque la voluntad del tiranicida era indestructible. Lo que sabemos de este primer tiranicidio es poco y fragmentado. Tucídides tiene una versión, Herodoto otra, y luego sucede que, por antigua y por ser la primera, la historia ha ido de boca en boca durante siglos. Lo cual no es necesariamente malo ya que la tradición oral ha ido enriqueciendo y mejorando sustancialmente el relato. Se dice, por ejemplo, que el asesinato no vino provocado por motivos políticos, sino por asuntillos menores de índole personal. Una de las versiones cuenta que Hiparco pretendía a Harmodio, lo que enfureció a Aristogitón. En otra Harmodio es el ofendido, pero por otras razones. Al parecer la hermana de Harmodio había entrado al servicio del tirano como canéfora, un oficio muy prestigioso para las jóvenes atenienses que consistía en llevar una cesta con ramos de mirto sobre la cabeza durante las procesiones religiosas. Las canéforas tenían que ser jóvenes, pero también vírgenes porque su lugar de residencia era el templo de Atenea. Hiparco descubrió que la hermana de Harmodio no era virgen y la expulsó de la orden. En algunas versiones se juntan los dos ultrajes: el de la hermana y el de las pretensiones amorosas sobre Harmodio.
Realmente no sabemos por qué estos dos atenienses decidieron quitar de en medio a los tiranos, es decir, a los gobernantes. Hoy tirano –en español y en casi cualquier lengua europea– tiene un significado muy preciso. En nuestro idioma la Real Academia lo define como aquel “que obtiene contra derecho el Gobierno de un Estado, especialmente si lo rige sin justicia y a medida de su voluntad”. Hiparco e Hipías cualifican como tiranos actuales, pero en la antigua Grecia un tirano, un τύραννος (tirannos), era un gobernante que había llegado al poder por la fuerza. En el siglo VI antes de Cristo y hasta hace no demasiado tiempo lo habitual era conquistar el poder de esta manera para luego tratar de perpetuarse en él instaurando una dinastía. Hiparco e Hipías pertenecían a la dinastía de los Pisistrátidas, llamados así porque ambos eran hijos de Pisístrato, un filósofo y militar ateniense que, décadas antes, se había hecho con el control de la polis. Pisístrato para los antiguos griegos era un tirano. Según cuentan, gobernó de manera pacífica y benévola, embelleció Atenas y fue el primero en encargar que se pusiesen por escrito la Odisea y la Ilíada, los dos grandes poemas de Homero. A alguien así nadie hoy le tacharía de tirano. Sus hijos, sin embargo, si parece que lo fueron. Y ahí, en ese punto, es donde aparecen Harmodio, Aristogitón y su daga. Poco después del ajusticiamiento público de Hiparco, el pueblo de Atenas, conmovido por la gesta de los dos amantes, no tardó en empezar a llamarles “los tiranicidas”. Lloraban su muerte, lamentaban que, quizá por simple entusiasmo justiciero y poca previsión, Hipías hubiese salido bien parado del encuentro. Y no era ese el único motivo. El asesinato había servido justo para lo contrario de lo que pretendían los tiranicidas. A partir de aquel momento Hipías ejerció su tiranía, recrecida por el rencor y el miedo, con mucha más dureza. Habrían de pasar seis largos años hasta que los atenienses, gracias a Clístenes e Iságoras, lograsen sacudirse el yugo de la tiranía pisistrátida pero sin poder pasaportar a Hipías, que consiguió huir a Persia, donde el rey Darío le acogió como exiliado.
En muchas más cosas de las que se piensa, el mundo de la antigua Grecia no era muy diferente al actual. Los hombres sucumbían a idénticas pasiones que ahora. La peor de todas ellas, la auténtica tumba del alma humana, es el poder, esa extraña y enfermiza pasión de mandar sobre los demás e imponerles –por las buenas o por las malas– los propios fines. Conquistar el poder y detentarlo indefinidamente es la razón última y única de la política. Cabría concluir, por lo tanto, que la política es una enfermedad y la tiranía su expresión más extrema, la conclusión lógica de los que ejercen la política sin cortapisas hasta sus últimas consecuencias. Hiparco e Hipías no eran muy diferentes a los hermanos Castro. Los unos y los otros usurpaban un poder vitalicio y absoluto contra la voluntad de sus gobernados. La pregunta que tendríamos que hacernos es si es legítimo –digo legítimo y no legal porque matar al tirano en una tiranía siempre es ilegal– erigirse en justiciero y liquidar a quien ha tomado el poder por la fuerza y lo ejerce con la fuerza. Este un debate que desde los tiempos de la antigua Grecia ha hecho correr ríos de tinta.
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