Pensaban que la cosa no iba con ellos, que el terrorismo era un asunto de otros, embarazoso y desagradable sí, pero afectaba a otros, que los terroristas mataban allende sus fronteras. Pensaban también que si les ponían trabas lo mismo empezaban a atentar allí. En España sabemos algo de esto. Con dos grandes bandas terroristas en el último medio siglo (y unas cuantas más más de pequeño tamaño) de terrorismo somos probablemente los que más sabemos de Europa. La ETA estuvo matando casi sin tregua desde los años 60 hasta 2010. Nuestros vecinos tardaron años en entender un drama que padecíamos a solas. Francia, por ejemplo, no firmó un tratado de extradición hasta 1984, año en que la ETA acabó con la vida de 32 inocentes, casi los mismos que murieron esta semana en Bruselas. Y aún fueron pocos para la época. En 1983 la siniestra cuenta de bajas que se apuntó la banda fue de 44 y en 1980 de 93.
Las autoridades belgas siempre miraron hacia otro lado. Pero no era solo cosa nuestra. Al parecer actuaban del mismo modo con los terroristas que tenían en casa. La cobardía, porque era eso mismo, cobardía, acaba siempre cobrándose un precio muy alto. Con el mal no se transige, no se negocia, no se llega a acuerdos, al mal se le combate hasta derrotarlo. El terrorismo es el mal por si no terminábamos de tenerlo claro.
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