Después de toda la movida que se ha armado en Sevilla durante los últimos años a cuenta de la moderna torre construida en la isla de la Cartuja, que hasta a la Unesco recurrieron sus detractores para detener su construcción, por fin he podido verla en persona. La Giralda ya la tenía muy vista, luego vi la otra, así que tuve que buscar ayer un punto desde el que poder ver las dos juntas y, ya que estaba, tirar una foto y así también lo veíais vosotros.
La polémica venía porque no podía ser eso de que se construyese nada más alto que la Giralda, levantada entre los siglos XII y XVI. A mi la Giralda, sinceramente, ni fu ni fa, creo que está muy sobrevalorada. Y la nueva pues tampoco, es un rascacielos más: ni especialmente feo ni especialmente bonito. Ahora bien, no me parece mal que se levanten rascacielos si el dueño de la parcela en cuestión quiere y no hay nada que lo entorpezca como un tipo de suelo que no vaya a aguantarlo o algo así. No tengo vocación de dictador estético, ni de dictador urbanístico, ni de dictador arquitectónico.
Lo que si sé es que la belleza de Sevilla, que es mucha, no se debe a la planificación, sino a la espontaneidad. Fue construyéndose poco a poco durante el curso de muchos siglos sin planes urbanos ni nada parecido. Ídem con Venecia, con Budapest o con Madrid mismo, cuyo encanto reside precisamente en su caos, en la superposición de edificios de estilos y épocas diferentes. Se que hay amantes de lo contrario, y me parece bien, pero que no traten de imponérselo a todo el mundo.
En todo lo demás, Sevilla sigue siendo tan encantadora como siempre. Y no por sus torres, sino por lo que hay debajo de ellas. Una ciudad son sus habitantes, el resto no es más que un decorado. El de Sevilla, reconozcámoslo, es un decorado fastuoso.
A los hechos me remito:
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