El fanático no nace, el fanático se hace. A veces se nos olvida algo tan elemental. Hace apenas cinco años Salah Abdeslam y sus dos hermanos eran indistinguibles de cualquier otro joven bruselense de extracción popular. Nacidos en la capital belga, hijos de emigrantes argelinos que ya poseían el pasaporte francés antes de asentarse en Bélgica, no especialmente religiosos y aficionados a las mismas cosas que cualquier otro joven de su edad: la cerveza, el fútbol, los videojuegos, la música hip-hop y matar el tiempo por el barrio enredando aquí y allá.
Nadie hubiese pensado en 2009 que ese adolescente que trabajaba como auxiliar en la compañía municipal de tranvías sería el hombre más buscado de Europa, o que su apellido se convertiría en sinónimo de masacre y en motivo de vergüenza para sus portadores. Lo mismo puede decirse de Abdelhamid Abaaoud, amigo de Abdeslam y cerebro de la matanza de París, abatido poco después por la policía durante una redada en Saint Denis. La familia de Abaaoud, emigrada desde Marruecos hace cuarenta años, había echado raíces en Bélgica, estaba plenamente integrada en su país de acogida, en el que, gracias a las habilidades empresariales del padre, había forjado una modesta fortuna.
La verdad incómoda que nadie quiere enfrentar es que todos los terroristas conocidos de los atentados de noviembre en París tenían pasaportes europeos, y no por naturalización, sino por nacimiento. Los pasaportes egipcios e iraquíes que intervinieron las autoridades francesas no pertenecían a ninguno de los atacantes, sino a una de las víctimas. Ídem con los asaltantes del semanario Charlie Hebdo. Los hermanos Said y Cherif Kouachi habían nacido en el X distrito de París, no muy lejos de la Gare du Nord. Ídem con Amedy Coulibaly, el terrorista que, atrincherado en un supermercado judío de París, asesinó a tres personas a sangre fría. Ninguno de ellos tuvo que saltarse verja alguna, ni aventurarse en una azarosa travesía en patera por el estrecho de Gibraltar. Ya estaban aquí, aquí fueron al colegio y su lengua principal, la de uso diario, era el francés.
Quizá deberíamos empezar a plantearnos si Europa más que importar exporta terroristas islámicos, cuyas peregrinaciones de ida y vuelta a Siria no son más que viajes de estudios en los que se doctoran sobre el terreno en el uso de explosivos y armas de fuego. Luego regresan a atentar en su país de origen, que es el mismo que el nuestro. Una vez aquí ellos son los que fijan los objetivos, planifican las operaciones y las llevan a cabo sin obedecer a nadie más que a sí mismos. Los que atentaron contra las Torres Gemelas por el contrario eran todos extranjeros (15 saudíes, 2 emiratíes, un egipcio y un libanés) y el atentado se orquestó desde fuera conforme a un plan estudiado y aprobado por la cúpula de Al Qaeda. El 11-S, en definitiva, fue una agresión externa en toda regla. No así los atentados de los dos últimos años en Bélgica y Francia.
La inmigración no es la causa del terrorismo islámico, al menos de este terrorismo islámico
Asumiendo que esto es así, el debate sale de la crisis migratoria, que es por donde anda ahora, y entra en el puramente ideológico. La inmigración no es la causa del terrorismo islámico, al menos de este terrorismo islámico. Europa lleva sesenta años recibiendo inmigrantes musulmanes y durante dos generaciones no sucedió nada anormal con ellos más allá de problemas puntuales en los barrios de la periferia parisina. Algunos se integraron, otros lo hicieron a medias y unos cuantos nunca mostraron intención de hacerlo porque su intención era volver a su país tan pronto como contasen con ahorros que les permitiesen reinstalarse en el lugar del que tuvieron que salir con una mano delante y otra detrás. A muchos de estos últimos los vemos desfilar por las autopistas españolas cada verano, con los coches cargados hasta arriba camino de Marruecos o de Argelia. Año a año van poniéndose la casa y al final de su vida laboral, ya cobrando la pensión francesa o belga, hacen la mudanza. Otros se jubilan en Europa y son como cualquier otro jubilado europeo. En esa generación de emigrantes llegados en las décadas de los 60, 70 y 80 no hay terroristas. Y no los hay a pesar de que la mayor parte siguen practicando el Islam, acuden a la mezquita con regularidad y observan los preceptos de su religión como observamos nosotros los de la nuestra, es decir, a su manera.
Hay otro elemento a tener en cuenta que suele pasarse por alto. El Islam secularizado de los padres de Abdeslam o de Abaooud no es el Islam fundamentalista de sus hijos. El de los jóvenes es una interpretación rigorista, desmadrada, irredentista, hiperpolitizada que no comparten la mayor parte de creyentes y, mucho menos, los creyentes de aquí, los europeos, tradicionalmente templados. En todos los casos, y a las fichas policiales me remito, la “enfermedad” la pescaron fuera de casa; ya en la cárcel, ya en los barrios donde proliferan clérigos integristas, ya por Internet mirando vídeos y páginas que organizaciones como el ISIS elaboran para reclutar a jóvenes occidentales.
Si la inmigración no es la causa y el Islam tampoco, ¿hacia dónde tenemos que mirar para averiguar el origen del problema y atacarlo? Esa es la pregunta del millón que los especialistas de todo el continente se hacen en estos momentos. ¿Por qué unos jóvenes nacidos en Europa, educados en ella, que dominan nuestros idiomas y se comportan como jóvenes locales compran la mercancía intelectual a unos integristas de Oriente Medio? Hace 35 años, cuando estalló la revolución islámica en Irán, Europa occidental ya estaba llena de musulmanes, pero ninguno se sintió atraído por el mensaje de los ayatolás. Algo similar sucedió con la irrupción del Frente Islámico de Salvación (FIS) argelino en los años 90. Gran parte de los musulmanes francobelgas son de origen argelino, pero los desvaríos del FIS no se contagiaron a los banlieus del Hexágono. ¿Por qué ahora sí? Tal vez haya que mirar de puertas adentro. El Islam está revuelto desde hace décadas, la prédica del odio y la vuelta a la pureza coránica no es cosa de ahora, pero si lo es que las reclutas de militantes se realicen en la misma Europa.
En los años 60 y 70 los terroristas europeos (y americanos) no mataban en nombre de Alá, lo hacían jurando fidelidad a las ideas de Marx, de Lenin o de Mao. Provenían de familias de clase media y se inmolaban con la esperanza de que su muerte y la de todas sus víctimas alfombrasen el sendero luminoso hacia la revolución. La utopía justificaba cualquier atrocidad. El califato islámico no deja de ser una utopía –amén de una ucronía y un delirio criminal– que promete el paraíso a cambio de un pequeño sacrificio inicial. Si lo miramos desde ese punto de vista quizá empiecen a encajar mejor las piezas.
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