Cuando, a finales de los años setenta, algún desgraciado de la UCD se inventó esto de las autonomías no hubiese podido ni imaginar el sindiós en el que se terminaría convirtiendo treinta y pico años después. El modelo es simplemente pésimo. Reúne lo peor de los Estados centralizados con lo peor de los federales y, por si lo anterior no fuera suficiente, ha fomentado todo tipo de aventurillas aldeanas acaudilladas por Napoleonchus de vodevil. Esto, me dirán, es España, y las cosas no pueden hacerse de otra manera. Pues no, precisamente porque es España, podemos hacerlo bastante mejor, que para algo tenemos tres mil años de historia a nuestras espaldas.
Si me tocase a mí decidir la organización territorial del país la preferiría descentralizada. El poder cuanto más pequeño y débil mejor. Los países libres y prósperos o son diminutos –ahí tienen a mi adorado Liechtenstein, que es del tamaño de un parchís–, o son grandes pero están debidamente atomizados en unidades menores para mitigar el enrede congénito al politiquerío. A los individuos, a las personas normales y corrientes no nos interesan los grandes Estados, eso es para los políticos, que se la gozan mandando y disponiendo a placer mientras los demás obedecemos al punto.
La centralización implica que no hay competencia. Así, los que mandan pueden poner los impuestos que les venga en gana, o regular sin tregua para beneficiar a los amigos y castigar a los enemigos. Esta es la razón por la que al politicastreo le pone tanto la chorrada esa de la construcción europea, como si Europa hubiese que construirla cuando lleva aquí desde hace miles de años con sus ríos, sus bosques, sus prados y sus panales de rica miel. Eso de la construcción europea es una estafa para sacarnos los cuartos y, ya que están, esclavizarnos a modo. Un megaestado inspirado en la Rusia de Breznev que, con mucho acierto, mi maestro Carlos Semprún Maura denominaba Unión de Repúblicas Socialistas de Europa, URSE: capital París.
Los suizos lo vieron venir y pasaron del tema desde el principio. Algo similar debimos hacer nosotros, pero no para quedarnos con el Estado Social del franquismo, que era una ruina heredada por vía sanguínea del liberalismo jacobino del XIX, sino para organizarnos a la manera helvética, en cantones con las fronteras abiertas, secreto bancario, bajos impuestos y pocos políticos.
Cantones, por descontado, fiscalmente independientes. Ninguno le metería la mano en el bolsillo a otro, al menos sin su consentimiento. Los cantones pobres podrían competir con los ricos por la vía fiscal para atraer población y empresas desde los ricos. No habría transferencias, ni hechos diferenciales, ni resentimientos, ni venganzas y desquites. Tampoco habría ganas de romper la baraja como sucede ahora con este autonomismo asimétrico en el que unos ponen y se quejan mientras otros se quejan y gastan. El nacionalismo nunca hubiera pasado de su fase germinal, porque nacionalismo y prosperidad se llevan a matar. El cantonalismo, el simétrico, nos interesa a nosotros. El autonomismo estatalizante y pueblerino les interesa a ellos. Por eso lo padecemos.
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