Hace muchos años, cuando Franco, el uno de mayo se celebraba en el Santiago Bernabeu con los coros y danzas de Educación y Descanso, un invento del sindicato vertical que llamaba productores a los obreros y demostraciones a las manifestaciones. Pensaban que, alterando el lenguaje, se adueñaban de la esencia. Durante más de treinta años creyeron haber puesto fin a la lucha de clases marxista haciendo una interpretación corística y bienintencionada de la propia lucha de clases. Luego pasó lo que pasó. El sindicato vertical se escindió en dos centrales (sic) a cargo del contribuyente y el uno de mayo se siguió celebrando, aunque ya no en el Bernabeu, sino en el paseo del Prado. En la rue se lucha mejor contra el capitalismo salvaje, ese que decían combatir los sindifranquistas de antaño y que combaten gallardamente los sindicruceristas de hogaño.
Tanto ayer como hoy, los sindicatos siempre han sido parte del paisaje español. Se quejan sí, pero con la boquita pequeña y con la mano extendida para que el pagador de impuestos siga contribuyendo a la causa. Es razonable que ahora, cuando todo se desmorona, pidan un gran acuerdo nacional para acabar con el paro. Eso, claro, lo dicen los principales fabricantes de parados, lo cual no deja de ser una paradoja. Por acabar con el paro debe entenderse evitar que su chiringuito quiebre. A los sindicatos el desempleo les trae al pairo. Es, de hecho, un gran negocio para ellos. El acuerdo nacional (ojito, nacional, nada de estatal, con las cosas de comer no se juega) que propugnan es mantener lo que hay como sea y cueste lo que cueste, aunque haya que poner otros dos millones de parados encima de la mesa de autopsias.
En eso se parecen, como no podía ser menos, a Mariano Rajoy. La clase política, la bien llamada casta, está acojonadita. El sindicato del trinque que se montaron durante la Transición se les viene abajo y lo que toca es olvidar viejas querellas y darse un fraternal abrazo para proseguir con el saqueo de la única clase que mantiene al país funcionando: la productiva. A esa clase pertenecemos los que nos dejamos la piel cada día para satisfacer lo que, mercado mediante, demandan nuestros congéneres. De esa clase, sacrificada y silenciosa, viven ellos, la politicastrada, el sindicateo, el chupatintas enchufado de consejería autonómica y el actor sablista. Hay lucha de clases sí. O ellos o nosotros.
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