El así llamado Partido Popular es, en realidad, varios partidos, y no todos populares. Impopular entre políticos, funcionarios y demás gentes que viven amarradas a la teta del Estado es, por ejemplo, el liberalismo de Esperanza Aguirre. Entre autónomos, empresarios y todo aquel que quiere prosperar en la vida mediante su propio esfuerzo lo impopular es la socialdemocracia que representa Cristóbal Montoro. Liberales alla Thatcher y socialdemócratas alla Zapatero conviven en el PP. Y no son los únicos. El partido del Gobierno tiene también conservadores, democristianos, tradicionalistas, regionalistas y, cómo no, franquistas, aunque de estos últimos cada vez menos porque Franco ya hace casi cuarenta años que murió.
De cualquier modo, los únicos que mantienen un discurso económico propio son los liberales y los socialdemócratas. La política económica del resto de familias –excepción hecha de los conservadores que son gente de natural sensata– es un refrito del Estado corporativo del primer franquismo pasado por el plan de estabilización y los desaguisados de desarrollo que apadrinaron los tecnócratas del régimen. Hoy, claro, el mundo no es como en 1960. Las fronteras están abiertas y nadie puede siquiera imaginar con un mercado nacional, protegido del exterior con una maraña de aranceles asociales y antieconómicos.
Al final han quedado sólo dos contendientes en el ring. De un lado los liberales, asistidos habitualmente por sus aliados conservadores, y del otro los socialdemócratas, que suelen ir de la mano con lo que queda de la democracia cristiana, invento funesto que en el pasado llenó los cuadros del PSOE. En el campo teórico la socialdemocracia, es decir, el socialismo light hace tiempo que fue derrotada. El pensamiento socialdemócrata no da más de sí. Simplemente la sociedad carece de recursos suficientes con los que financiar sus modelos de redistribución perfecta de la riqueza. En la práctica se ha quedado en simple saqueo de la clase productiva para mantener la nutrida clientela de los políticos.
Eso y no otra cosa es lo que lo hace tan atractivo al poder. La socialdemocracia promete aquello que Solbes le negó a Zapatero cuando la cosa empezó a torcerse en 2008. “Pedro, no me jodas, no me digas que no hay dinero para hacer política”, cuentan que le espetó sorprendido el presidente a su ministro de Economía. No, no había dinero, por eso Zapatero lo pidió prestado en el extranjero. Al llegar el PP al poder el mercado de deuda estaba entornado y a los pocos meses estuvo en un tris de cerrarse para siempre. Algo de eso se olía Montoro, por eso, a falta de préstamos, apretó las clavijas de los contribuyentes treinta veces seguidas. De poder hacerlo, lo que al titular de Hacienda le hubiera gustado es poner la imprenta de billetes a toda marcha. La inflación llegaría después pero no inmediatamente, así que nadie vincularía ambos fenómenos. Resumiendo, socialdemocracia en estado puro.
De ser Montoro liberal o de haber elegido Rajoy a un ministro que lo fuese otro gallo nos cantaría. Los liberales no creen en las subidas de impuestos, y menos aún durante las crisis económicas. Están convencidos que cada céntimo que gasta el Gobierno en fines políticos es un céntimo detraído de la economía productiva, la que crea riqueza. Eso implica que, privado de combustible, al Estado no le queda otra que contraerse. Los resultados de ambas políticas son diametralmente opuestos. El socialismo es una fábrica de pobreza y privilegios para una casta improductiva que se arracima en torno al Estado. El liberalismo, por su parte, forja sociedades abiertas y ricas, cimentadas sobre el mérito y la responsabilidad individual. El PP se encuentra en una encrucijada. No haría mal en definir bien en qué política económica cree y aplicarla ahora que tiene mayoría absoluta. Eso o seguir gobernando con el programa económico del adversario, que es lo que ha hecho hasta ahora.
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