El informe de la Comisión Europea sobre España presagiaba lo peor. Nadie está a gusto con Rajoy ni fuera ni dentro de casa. Fuera porque empiezan a ver –sospechar ya lo sospechaban hace muchos meses– que, tras el ajetreo de supuestas reformas, no se está haciendo absolutamente nada más allá de subir impuestos sin medida. Unas subidas que han conseguido aumentar ligeramente la recaudación sí, pero que al final no han servido de nada porque el gasto del Estado y sus 17 animalitos autonómicos sigue disparado por encima de la peor previsión posible.
A Bruselas que Rajoy gaste lo que le venga en gana en lo que le venga en gana le da igual. Lo que Bruselas quiere es que Rajoy cuadre de una maldita vez las cuentas y empiece a aminorar un déficit que lleva cinco años anclado al 10%, siete puntos por encima del límite marcado por el Acta Única. Sorprende que países como Hungría, que hace solo tres años las estaban pasando canutas, hayan conseguido dejar el descuadre en algo más del 2%, mientras que la administración española se muestra incapaz de gastar un solo euro menos del que gastaba en los felices tiempos de la burbuja.
Las palabras necias venidas de Europa han sido cumplimentadas aquí con una buena ración de oídos sordos. El Gobierno no quiere hablar de más cambios de los que ya ha habido, que han sido pocos y, a la vista está, insuficientes, porque vamos de lo malo a lo peor.
El palo bruselense era solo un aperitivo para lo que vendría al día siguiente. El Banco de España, esa reliquia en mármol y alabastro de cuando los Gobiernos podían devaluar la moneda a placer, salió por donde nadie esperaba. Quizá haya que ir pensando en atrasar la jubilación hasta los 67 años y hacerlo desde ya mismo. El runrún de los 67 años no es de ahora. Viene de la época zapaterina. No sé muy bien por qué les ha dado con los 67 años y no con los 69 o los 72. Probablemente para marear la perdiz y poner un nuevo parche sobre un sistema de pensiones que es, a un tiempo, insostenible, piramidal y fraudulento. Eso, claro, nadie quiere decirlo.
En España hay ciertos debates que sólo pueden sostenerse en la prensa libre –este periódico, por ejemplo– y en las barras de los bares. Los políticos hace tiempo que consensuaron perpetuar la estafa alargando el fraude de las pensiones mientras puedan. A ellos les interesa este modelo. Tienen a medio país cogido por salva sea la parte, y al otro medio lo tendrán en breve. A estas alturas es inútil no querer verlo. El nuestro es un país de ancianos. Apenas nacen niños desde los ochenta y vivimos muchos años. Lo primero es malo, lo segundo bueno, pero ambos son incompatibles con un sistema de reparto como el actual. Entiendo que si los de Linde dicen algo como esto se arma la de San Quintín, pero me consta que en el Banco de España lo saben y hay muchos en su interior que aprueban en privado la inevitable capitalización de las pensiones.
A lo que si se han atrevido es a romper el viejo tabú del salario mínimo. Lo han roto con su habitual lenguaje, más alambicado que el del Vaticano, y no les culpo. Para decir lo que han dicho desde donde lo han dicho hay que tenerlos como el caballo de Espartero. Bien por ellos.
El salario mínimo, que en España data del franquismo pleno, ha sido uno de los principales fabricantes de desempleados de la historia reciente. Quienes lo impusieron, Girón y toda la banda de falangistones que hoy militarían de mil amores en Izquierda Unida, desconocían que el trabajo es una mercancía y el salario su precio. Este error teórico se empalmó con otro de índole práctica: el control de precios, en este caso fijando un precio mínimo para esa mercancía. Si eso mismo lo aplicamos al pan lo que nos encontraremos es escasez de pan, si lo aplicamos a la leche habrá escasez de leche y así sucesivamente con cualquier bien o servicio que pueda imaginar. No es de extrañar que en España lo que siempre –al menos desde que tenemos memoria– ha escaseado es el trabajo. Esa anemia laboral no ha sido consecuencia exclusiva del salario mínimo, pero el salario mínimo ha tenido mucho que ver en ello, especialmente en el desproporcionado paro juvenil que hay en España desde hace cuarenta años.
Porque el salario mínimo a quien más castiga es a los más jóvenes que son, por lo general, los menos productivos. Si el Gobierno dice que una empresa no puede pagar menos de 700 euros –algo más con las cargas sociales–, los que produzcan menos de esos 700 euros están condenados al desempleo o a la economía informal, la misma que persigue Montoro con tanto celo como nulo éxito.
No hubiese estado mal que la reforma laboral del año pasado hubiera incluido la supresión con carácter inmediato de ese anacrónico control de precios, principal responsable de que más de la mitad de los jóvenes españoles estén mano sobre mano o vivaqueando en la economía sumergida. No sería mala idea hacerlo aunque fuese por una cuestión puramente fiscal, el paro descendería y Hacienda se llevaría su parte.
Serviría también para enterrar un resto del franquismo que continúa vivo. Y digo esto sabiendo lo acomplejados que son el PP con todo lo que toque a Franco, aunque sea de lejos. Curioso que la ley de Memoria Histórica, tan devota para retirar escudos y cambiar el nombre a calles que siempre se llamaron así, no previese el desmantelamiento del franquismo económico. La ley de salario mínimo es, en cierto modo, un gironazo, pero de los que gustan a la izquierdaza. Es ahí y no tanto en la figura del Rey donde realmente engarzan dos regímenes, el de Franco y el de Polanco, unidos por el socialismo cerril, la charlatanería anticapitalista y el culto al dios Estado.
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