“¡Huy!, es mi hora, me voy”, “no me pueden decir nada porque estoy aquí hasta mi hora”, “yo es que soy de las que llega mi hora y salgo disparada”, “¡no has visto que es mi hora!”, “no me mires así, he llegado a mi hora”. ¿Cuántas veces ha escuchado estas frases y sus infinitas variantes? Los españoles, es decir, los habitantes y las habitantas de este país (no vayamos a liarla por lo del género y la plurinacionalidad del Estado) somos propietarios de las horas, al menos de unas cuantas a lo largo del día.
Suelen ser, por lo general, las horas de llegada y de salida del trabajo. En Madrid, por ejemplo, el “mi hora” es bastante largo porque hay atasco de ocho a diez de la tarde y de seis de la tarde a nueve de la noche. Luego hay un “mi hora” atenuado a eso de las tres que coincide con el “su hora” de las covachuelas administrativas, ya sabe, los ministerios, las consejerías y demás avernos de “lo público”. Los fines de semana el “mi hora” del botellón y las cenas en el centro que colapsan media ciudad de gente con ganas de gastar dinero no se consigna como tal, porque esas horas se dedican al ocio y no al negocio.
No me consta que otros idiomas utilicen la misma expresión, aunque a lo mejor me equivoco y resulta que el “mihorismo” está mucho más extendido de lo que pensaba. Si algún lector lo sabe le ruego que me lo comunique para así rectificar, cosa que siempre hago con sumo gusto cuando no llevo la razón. Pero, a lo que íbamos, la manía hispana por poseer la hora y adjudicarle un significado laboral nos dice una cosa cierta: a los españoles no sólo nos espanta el trabajo –extremo razonable para ciertos empleos–, sino que lo entendemos como simple un intercambio de tiempo por dinero.
En un país así explicar a alguien en qué consiste la productividad es poco menos que misión imposible. Muchos, los “mihoristas” más bragados, han interiorizado que el empresario les paga lo que les paga –probablemente poco para sus méritos horarios– porque pasan ocho horas o más calentando un asiento en la oficina. Ese endiosamiento y apropiamiento de la hora, de “mi hora”, ha originado un mal endémico: el presentismo. En España no es necesario trabajar, basta con estar presente. De ahí que, en las ciudades, los edificios de oficinas permanezcan encendidos hasta bien entrada la noche y se formen tapones en los accesos a las tantas. Se trata de echar muchas horas –todas suyas, claro– para que el jefe diga aquello tan socorrido de “muy listo no es, pero horas le echa un rato”.
El jefe que dice eso es también un presentista; de hecho, casi con toda seguridad ascendió por el organigrama de la empresa echando un rato de horas sin ser muy listo. Hay organizaciones enteras, del conserje al presidente, formadas por presentistas de estricta observancia. No debe extrañarnos, pues, que España haya terminado siendo el país donde los apóstoles del “mi hora” hacen su agosto, vamos, que son de los que llega “su hora” y se van.
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