De oriente no nos han llegado más que espantosas tiranías y estupefacientes intelectuales. Oriental es la obediencia ciega, oriental es el suicidio ritual, oriental es la disciplina absurda y autolesiva, orientales son los gurús caraduras que viven a costa del cuento del yoga, el tantra y la interminable retahíla de idioteces que, supuestamente, te dejan mejor de lo que estabas antes de hacerlas y de pagarlas. Por estas y por mil razones más siempre he desconfiado de todo lo oriental, un mundillo cutrongo, hortera y servil que, curiosamente, por estas longitudes deja a todos los tontos con la boca abierta. La Civilización, así, en mayúsculas, es la nuestra, la occidental, la que bebe de la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana. El resto son, a lo más, civilizacioncillas, culturillas o, simplemente, barbarie sin más.
De ahí que no me extrañe lo más mínimo que el enajenado de Bilbao, el tal Juan Carlos Aguilar, más conocido en la calle como “el shaolín ese que hacía cucamonas con unos nunchakus”, fuese un flipado de lo oriental. Lo oriental atonta y envilece. Si fuese, como dicen por ahí, una civilización superior, hubieran prevalecido ellos, pero no, la cultura global es la nuestra a Dios gracias. El alfabeto es latino, la numeración arábiga, la primera religión es la cristiana y el modo de vestir, pensar, producir y hasta soñar es occidental. Esto los japoneses, los coreanos y los chinos lo llevan fatal, les duele en lo más profundo de su orgullo chinesco, pero es lo que es. A mí que me registren, cuando llegué aquí esto ya estaba así.
Volviendo sobre el asunto shaolinil de conjuros espirituales que terminan en vulgar tortura sotanera. Esta es la primera vez que un psicópata parecía eso mismo antes de perpetrar sus crímenes, presuntos crímenes, que hasta que no se demuestre lo contrario este hombre y toda su shaolinidad son y seguirán siendo inocentes. No ha salido ningún vecino diciendo aquello de “era una persona normal, encantadora, daba los buenos días y bajaba con sus hijos al parque”. Más bien todo lo contrario. Las teles se han cebado sacando al menda pegando saltitos y partiendo tablones con la mano abierta a la orilla del mar. Todo con semblante adusto, cabeza afeitada y perillita recortada de jugador de fútbol.
Lo normal es que alguien así captase incautos y bobos de remate de esos que dicen que ir a Misa es una antigualla, pero que entran en trance y juntan las manos cuando oyen un gong budista. Vivimos en el imperio de la macarrada y la zafiedad, pero, ay, como ambas cosas se visten de modernas, pues nada, todos macarras y zafios. El mundo no es como nos gustaría que fuese, por eso caemos tan fácilmente en manos de charlatanes que prometen nuevas dimensiones espirituales, el fin del dolor, la inmortalidad de los siete chakras y una infinidad de paridas orientalizantes que ruborizarían a cualquier persona sensata, si aún quedasen personas sensatas. Alguna queda. Yo, sin ir más lejos, y usted, venerado lector, que esta columna y este diario son remanso de tino y cordura. A nosotros nunca nos gustaron ni los shaolines ni el shaolinismo. ¿Me equivoco?
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