De vez en cuando, muy de vez en cuando, suceden cosas que, aunque pasan desapercibidas, son como un rayo de esperanza, un motivo para creer que, a pesar de todo, el actual orden de cosas podría llegar a cambiar algún día. No me hago muchas ilusiones para que engañarnos, pero al menos disfruto mientras dura. Lo más reseñable de la semana económica en Europa no es la declaración de ningún político, ni el curso de la Bolsa, ni las primas de riesgo soberanas, ni siquiera los dimes y diretes del caso Blesa que, gota a gota, van impregnando el papel de los diarios.
La noticia más importante de la semana –quizá del mes, tal vez del año– es el cierre de la televisión pública griega, sí, cierre, así como lo oye. Que una tele pública eche la persiana porque el Gobierno no puede mantenerla es una verdadera revolución y un motivo de alegría para los que creemos que, entre los muchos cometidos del Estado, no figura ser propietario y gestor de un medio de comunicación. Digo revolucionario porque sorprende el consenso que hay respecto a este tema. Nadie, o casi, aceptaría que el Estado dispusiese de un diario de tirada nacional con periodistas a sueldo del Gobierno –literalmente– y una línea editorial necesariamente oficialista. De existir una aberración semejante sus cifras de venta serían tan bajas que habría que regalarlo por la calle, y ni por esas el personal se dignaría a leerlo.
Bien, pues lo que nos parece de lo más normal en la prensa escrita, es decir, que debe ser independiente y estar, al menos de intenciones, libre del yugo político, cambia si de lo que hablamos es de comunicación audiovisual. En España el primer empresario de este sector es el Estado en sus diferentes sabores autonómico, municipal y monclovita. TVE sin ir más lejos tiene varias cadenas de televisión –incluyendo la única que emite noticias las 24 horas y otra dedicada al público infantil– y una miríada de radios que gozan de cobertura máxima. Algo similar sucede con los entes regionales. En Cataluña todo pasa por la Generalidad, en Andalucía por la Junta y así sucesivamente. La cantidad de periodistas funcionarizados que hay en España es digna de una república popular y no de un país libre gobernado por las preferencias de la demanda.
“¡La tele y la radio son servicios públicos!”, claman los socialistas de todos los partidos sin percatarse de que público y estatal no significan exactamente lo mismo. Pública es cualquier cadena que emite, como público es un restaurante, una boutique o un puesto de pipas. Son públicos, pero de titularidad privada, que es lo suyo. El mercado, que es lo mismo que decir todos nosotros, detecta necesidades y se articula en forma de empresas para satisfacerlas. Cuanto más grande sea la demanda, mayor será la oferta y demanda de televisión en España hay mucha, tanta que, a pesar de la competencia desleal del Gobierno, proliferan los operadores televisivos. Reclamemos una tele pública sí, pero pública de verdad, es decir, privada.
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