jueves, 7 de febrero de 2013

Nunca tan pocos mataron a tantos en tan poco tiempo

Cuando, a finales de 1917, los bolcheviques se hicieron con el poder en Rusia todo el progresismo mundial se felicitó por aquella venturosa revolución de los desheredados de la Tierra. Creían que con Lenin comenzaba una era dichosa de igualdad, fraternidad y emancipación para toda la especie.

La realidad, sin embargo, no tardó en imponerse. Tan pronto como Lenin y los suyos llegaron al Kremlin dio comienzo uno de los experimentos más sangrientos de la Historia de la humanidad. El Partido, así, con mayúsculas, que se había impuesto a sangre y fuego en las calles de San Petersburgo, desató una feroz represión a la que nadie en el viejo imperio de los zares pudo sustraerse.

El crimen comunista empezó en su misma concepción. Lenin no dudó en aplastar con violencia ejemplarizante a todo el que se oponía a sus designios. De aquellos primeros años proviene, por ejemplo, la Cheka y su cortejo de brutalidades y desafueros. Cuando Stalin ascendió a la máxima magistratura de la república de los soviets todo estaba dispuesto para que sobre Rusia y sus países vecinos se abatiese la mayor y más duradera tiranía que la historia ha conocido.



De Stalin y sus numerosos crímenes se sabe mucho, en gran parte porque fueron sus sucesores los primeros en denunciar los excesos de su espantoso régimen. Stalin, un revolucionario profesional georgiano que había crecido a la sombra de Lenin, fue el padre de las principales instituciones de los regímenes comunistas que vendrían después. A él le debieron los planes quinquenales, los campos de concentración para los presos políticos y las amplias y periódicas purgas internas dentro del Partido.

El primero de los planes quinquenales, que fue de 1928 a 1933, se llevó por delante a cinco millones de personas. Para que el plan se llevase a cabo el líder exigió la colectivización de toda la agricultura del país. Eso implicaba la expropiación forzosa de varios millones de pequeños granjeros, que el régimen sacrificó sin inmutarse. A estos granjeros Stalin los denominó kulaks, que en ruso significa “puño”. El que no pereció durante la colectivización fue deportado a grandes complejos carcelarios levantados más allá de los Urales. El sistema, gestionado por una oficina moscovita llamada gulag, llegó a contar con medio millar de campos por los que pasaron más de 14 millones de condenados durante sus tres décadas largas de vida.

En todos los casos se reprodujo el mismo esquema adaptado a la historia y las tradiciones locales

El sistema de campos estalinista se entendía a la perfección con otra de las pasiones del tirano: los proyectos faraónicos. En tiempos de Stalin se excavaron canales imposibles, se construyeron vías férreas a ninguna parte y se explotaron minas y canteras en lugares prácticamente inaccesibles. Todo se hacía con mano de obra esclava, en su mayor parte proveniente de los gulags.

La muerte de Stalin y la posterior desestalinización no hizo que el genocidio comunista retrocediese ni un palmo, muy al contrario, aumentó y se extendió por el mundo como una plaga. Durante la posguerra el experimento soviético se traspasó a un puñado de países europeos ocupados por el Ejército Rojo. Poco después China, el país más populoso del mundo, se integró en el bloque socialista. Más tarde llegarían Cuba, las naciones de Indochina y varias repúblicas africanas recién independizadas.

En todos los casos se reprodujo el mismo esquema adaptado a la historia y las tradiciones locales. Pero donde más fuerte arraigó el comunismo fue en China. Allí, gracias a la perseverancia y la voluntad de poder de Mao Zedong, un guerrillero marxista que se había hecho con el poder en 1950, se consumaron los grandes crímenes comunistas del siglo. En China se padeció la mayor hambruna de la historia, provocada por la ineptitud de los planificadores maoístas, que quisieron convertir el país en una potencia industrial en unos pocos años. Aquella delirante campaña, bautizada como “el gran salto adelante”, costó la vida a 40 millones de personas.

Un poco más al sur, Pol Pot, otro fanático que se veía como el sucesor de Mao, se adueñó de Camboya y la metió en el que quizá sea el Gobierno más tiránico que jamás haya existido. Vació las ciudades y dedicó a toda la población al cultivo de arroz. Hizo desaparecer el resto de oficios y prohibió la religión, la música, la filosofía y el deporte.

El régimen de terror de Pol Pot y sus jemeres rojos se saldó con tres millones de muertos, una cifra modesta si la comparamos con las víctimas del “gran salto adelante”, pero inmensa si tenemos en cuenta que Camboya tenía por entonces nueve millones de habitantes.

Al caer el Muro de Berlín y disolverse la Unión Soviética a principios de los años 90 empezaron a hacerse cuentas de la barbarie. Los especialistas calcularon que el experimento comunista había enterrado unos 100 millones de cadáveres en todo el mundo en sólo 70 años de historia. Nunca tan pocos mataron a tantos en tan poco tiempo.

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