viernes, 8 de febrero de 2013

Bendito diezmo

Nunca antes en toda la historia de España se habían pagado tantos impuestos como ahora. Y no es, precisamente, la nuestra una historia corta. Los españoles llevamos retratándonos ante la hacienda pública desde hace más de dos mil años. No por placer, sino porque no nos ha quedado más remedio. Los impuestos son la otra cara de la civilización, la más desagradable. Son, por decirlo de un modo suave, la institucionalización del saqueo que los poderosos siempre han infligido a los productores de riqueza, es decir, la gente del común que se dedica a lo suyo.

Lo primeros, no en cobrar impuestos pero sí en convertirlos en algo más o menos institucional, fueron los romanos. Ellos inventaron el llamado erario (aerarium), lo que, en la neolengua políticamente correcta de nuestros días se conoce como Tesoro Público, lo que nos lleva engañosamente a pensar que el saco sin fondo de pagarés sin atender es realmente un tesoro que pertenece a todos, y no a la casta política que lo maneja a su antojo. El aerarium era un asunto serio, tanto que se custodiaba como algo sagrado en el templo de Saturno. El Imperio romano se edificó sobre él.



Los primeros impuestos que nuestros antepasados hubieron de apoquinar fueron el vectigal y el tributum, dos cánones fijos que las provincias conquistadas remitían a Roma periódicamente. Luego, con la extensión de la ciudadanía itálica a todo el Imperio, esos impuestos fueron desapareciendo. Pero a esas alturas el aerarium tenía otras fuentes de ingresos. El ciudadano hispanorromano, sujeto de pleno derecho en el Imperio, tenía que pagar un impuesto indirecto cada vez que compraba algo. Se trataba de una gabela llamada centesima rerum venalium que encarecía los bienes y servicios un 1 %, de ahí lo de centésima. Si había una guerra y el erario andaba corto de efectivo, la centésima se convertía en trigésima, lo que llevaba el IVA de la época a un inaceptable 3 %.

Lo que no salía tan barato era tener esclavos. Considerados un bien de lujo, el fisco romano se cebaba con los propietarios. Al comprarlos se pagaba un 4 % y si se dejaban en herencia, un 2 % adicional por esclavo. Los que no podían permitirse esos caprichos también liquidaban impuesto de sucesiones: un 2 % lineal siempre y cuando la herencia no fuese para la viuda o los hijos legítimos, que estaban exentos. Aunque hoy nos parezca mentira, los romanos se quejaban de pagar demasiados impuestos, especialmente a partir del reinado de Diocleciano, que empezó a inventarse tributos sin ton ni son para mantener un armatoste estatal ineficiente y podrido. Probablemente por eso el Imperio terminó quebrando literalmente un siglo más tarde.

La llegada del cristianismo y el fin de la unidad romana trajeron consigo la proliferación de reinos, principados, señoríos y abadías por toda Europa occidental. Y con ellos sus respectivos impuestos. El sistema fiscal de la Edad Media europea era abigarrado y complejo, prácticamente imposible de sistematizar porque los reyes y señores cobraban lo que podían donde podían. Era un equilibrio delicado. Si los impuestos eran muy altos, la población se iba, pero si eran muy bajos, el rey en cuestión se exponía a no poder mantener su tren de gasto. Los contratos de vasallaje feudal trataban de remediar la situación atando a los campesinos a la tierra, al tiempo que les aseguraban que la exacción fiscal no sería mucho más gravosa que en el reino vecino.

Libros, aves y mulas, exentas

En España, por razones históricas, tuvimos poco feudalismo. Los monarcas cristianos se pasaron varios siglos cabalgando hacia el sur para recuperar la España perdida. Pero ellos solos no podían hacerlo, necesitaban de gente dispuesta a mudarse y poblar las comarcas que iban quedando vacías de moros. Esto implicaba, antes de nada, un buen acuerdo fiscal. Los fueros de Jaca, en Aragón, o de Sepúlveda, en Castilla, son una inmejorable muestra de esa voluntad de diálogo del rey con sus vasallos. Resumiendo, ambos fueros convirtieron a sendas localidades en lo que hoy llamaríamos paraísos fiscales, y a mucha honra, sobre todo para sus habitantes.

Estos fueros o cartas pueblas se iban copiando unas a las otras conforme avanzaba la Reconquista. Nadie quería ser menos, así que la España medieval se construyó sobre comunidades fiscalmente aforadas que pagaban de buena gana impuestos especiales como la “fonsadera”, una prestación a fondo perdido que se otorgaba al rey en tiempos de guerra. Luego, de puertas adentro, creaban sus propios impuestos en función de sus necesidades. Así nacieron impuestos de bellísimo nombre como el “fumazgo”, destinado a mantener las fortalezas, el “anclaje”, que pagaban los barcos por echar el ancla frente a los puertos, o el “montazgo”, que gravaba el paso de ganado por las cañadas.

Los funcionarios del rey encontraron nuevas vías por donde extraer a sus sufridos súbditos el vil metal producto de su trabajo

El rey, entre tanto, vivía del impuesto español por excelencia: la alcabala. Era una reedición de la centésima romana y, como aquella, lo pagaba todo quisqui al comprar bienes. Al principio fue un impuesto local y de carácter temporal que administraban los concejos, luego la Corona se lo apropió y le dio su forma definitiva convirtiéndolo en su principal fuente de financiación.

Dependiendo de la época la alcabala iba del 2 % al 5 % del valor de la transacción. Los reyes jugaban con ella. Así, Isabel y Fernando decidieron que los libros, las mulas y las aves (solo las de caza) quedarían exentas, lo que demuestra que el afán de los gobernantes por fomentar la lectura no es cosa de ahora.

Conforme la Corona española fue adquiriendo volumen, especialmente en el reinado de Felipe II, sus gastos crecieron. Los funcionarios del rey encontraron nuevas vías por donde extraer a sus sufridos súbditos el vil metal producto de su trabajo, para inyectarlo después en la voraz máquina administrativa de la monarquía. Fueron desarrollándose nuevas tasas e impuestos como los “estancos”, que gravaban los monopolios reales de sal y tabaco, el “almojarifazgo”, que es como se llamaba a los aranceles, o la “annata”, que cargaba los privilegios otorgados por el monarca.

Con las primeras bancarrotas reales llegó el impuestazo: los “millones de Castilla”, que así se llamaba el invento. Millones porque eran eso mismo, millones de ducados que, tomados de una alcabala especial extraída del vino, la carne, el aceite y el vinagre, iban directos a la Real Hacienda para que esta pudiese devolver lo que debía a los banqueros alemanes. Y de Castilla porque solo se pagaba en el Reino de Castilla, que, como el Imperio romano, terminó desangrado y exangüe.

Los impuestos eran muchos, sí, pero de poca cuantía. Además, era muy sencillo evadirlos. Entonces no existían ni el DNI ni el NIF. La recaudación estaba subcontratada y era ineficiente. Existían, por añadidura, infinidad de privilegios y excepciones que se cruzaban unos sobre otros.

La insumisión fiscal no se daba solo entre los contribuyentes, sino que, a veces, reinos enteros recurrían a ella para protestar. El rey poco podía hacer para atajar el fraude. La Iglesia, sin embargo, lo tenía mucho más sencillo. Al que no pagaba lo excomulgaba y asunto zanjado.

De la alcabala al diezmo

Por encima de todos los impuestos aleteaba uno que iba dirigido a mantener la institución. Se llamaba diezmo y era de origen carolingio. El nombre le venía dado porque representaba, aproximadamente, un 10 % sobre el valor de una cesta de mercancías, fundamentalmente cereales, legumbres, ganado y lana.

El diezmo, que no se correspondía siempre con el 10 %, ya que solía ser algo menos, se pagaba básicamente en el campo y en especie. Se dividía en tercios: uno dedicado a la construcción de las iglesias, monasterios, catedrales y abadías, otro a su mantenimiento y el último a sufragar los gastos del clero. El diezmo era tan goloso que los señores no tardaron en apropiarse de todo o parte del mismo. Si se erigían en patronos de un monasterio, eran ellos los encargados de cobrarlo para luego repartirlo a su discreción.

Al final, el diezmo se terminó convirtiendo en un impuesto real más

Pronto los reyes hispanos se especializaron en esquilmar el impuesto eclesiástico. Fernando III de Castilla obtuvo del Papa el privilegio de quedarse con el tercio destinado a la construcción de iglesias. A esta porción se la terminó conociendo como “tercias reales” y nunca fue devuelto a la Iglesia. Felipe II consiguió quedarse, previa autorización pontificia, con el llamado “excusado”, que correspondía a la recaudación íntegra del dezmero mayor de cada parroquia. Al final, el diezmo se terminó convirtiendo en un impuesto real más que, en su última iteración, ha tomado la forma de casilla en la declaración del IRPF. La alcabala, por su parte, se ha convertido en IVA y el reino, nuestro reino, sigue debiendo dinero a los banqueros alemanes.

El impuestazo que ocasionó una guerra

Aunque los manuales de Historia, generalmente alérgicos a la economía, no suelan hacerse eco de ello, la chispa que encendió la guerra en Flandes no fue religiosa, sino fiscal. En 1569 el duque de Alba, gobernador español de los Países Bajos, exigió a los Estados Generales que aplicasen nuevos impuestos para mantener el cuantioso gasto que la presencia de los tercios ocasionaba.

Se trataba de la “décima”, una alcabala con esteroides del 10 % sobre el valor de las compraventas, la “vigésima”, una tasa del 5 % sobre los bienes raíces, y la “centésima”, un gravamen del 1 % sobre el resto de propiedades previamente tasadas. Los holandeses se negaron en redondo a pagar y la guerra se recrudeció con grandes matanzas. Lo que es la vida, hoy impuestos tan bajos no se pagan ni en Hong Kong.

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