viernes, 15 de febrero de 2013

De aquellos rescates, estos desahucios


Hace cinco años, cuando la crisis comenzaba a arreciar y ya se hablaba en voz baja de los problemas que iban a tener los bancos, un servidor y cuatro más clamábamos en el desierto pidiendo que no se emplease ni un céntimo de dinero público para salvarlos del incendio provocado por la temeridad de sus gestores. ¿Se acuerdan, verdad? Pues bien, nuestro clamor fue en vano. Primero porque los que mandaban decían que el sistema financiero español era el más sólido del mundo, y luego, cuando la realidad demostró que eso era falso, porque los bancos no podían quebrar bajo ningún concepto ya que el sistema mismo descansaba sobre ellos.


El hecho es que, entre 2010 y 2012, el Gobierno, los dos Gobiernos, inyectaron una cantidad milmillonaria sacada de los bolsillos del contribuyente en la banca española, en concreto en las cajas de ahorro, un racimo de bancos estatales politizados hasta la náusea que, con caixadas excepciones, habían estado inflando el crédito hasta límites intolerables en los años dorados del burbujón. El dineral vino seguido de una amnistía total para sus capitostes que ríase usted de la del 77. Nadie ha pagado por la catástrofe, absolutamente nadie. Ahora, eso sí, como sea usted un pequeño empresario y no esté al día con Hacienda vaya preparando el hatillo porque va a ir de cabeza a Soto del Real. Por defraudador, claro. Del gran fraude, sin embargo, nadie ha respondido y nadie va a responder.

Digo esto porque sorprende que ahora, con todo el mogollón este de los desahucios, sean precisamente los bancos rescatados quienes con más celo están tomándose el cobro de las deudas. Ellos, justamente ellos, los que se enchufaron de mil amores al fondo aquel de reordenación que se inventó Zetapé con dinero de los demás, son los que ahora no toleran un impago porque pequeño que éste sea. Reestructurar las cajas nos ha costado 120.000 millones de euros, un décimo de la riqueza nacional, el equivalente a cinco Bankias de hogaño y 30 Banestos de antaño. Estos son los números del desatino que los políticos, todos los políticos, cometieron en comandita ante una audiencia aborregada que todo lo espera del Estado y nada de su propio esfuerzo.

Como todo se hizo rematadamente mal y se creo la impresión de que la responsabilidad no existe, ahora nos encontramos metidos en un debate nacional sobre si deben o no cambiarse con carácter retroactivo los términos de un contrato hipotecario. En una sociedad donde impera la Ley no se debería hacer porque cuando uno contrata libre y voluntariamente se obliga a cumplir su parte. Ahora bien, en la nuestra lo que impera es la más perversa impunidad de los poderosos. Una patente de corso que se traduce en un infame doble rasero: de malla gruesa para el común de los mortales, y de malla fina para los que han sabido colocarse en o cerca de la política, ese arte del saqueo que todo lo desbarata y todo lo arruina.

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