Siempre tuve el de conductor de Metro por el oficio más aburrido que se podía desempeñar dentro de los lindes de la Villa y Corte. Recuerdo que, ya de niño, los veía pasar desde el andén metidos en la cabina con pinta de estar más quemados que el cenicero de un bingo. Y no, no es una opinión, es un hecho. En las estaciones en curva, donde los convoyes entran como a cámara lenta, se les puede ver de frente y sacar inquietantes conclusiones.
A mi hermano se le antojó hace muchos años que una cara de mala leche semejante sólo indicaba que el sujeto en cuestión iba cargado de energía. Un torrente de kilojulios contenido solo por los labios a punto de escupitajo y el rictus facial espejo de la amargura. Mi hermano, que es hombre práctico y de ideas positivas, me propuso escribir a los del Metro para que enchufasen los trenes al conductor mediante un cable unido a un conector macho de dos patillas que se ajustase a los orificios nasales del maquinista subterráneo. El cable –de alto voltaje, naturalmente– liberaría toda esa energía acumulada y, ya de paso, ahorraría un dineral en el recibo de la luz a la empresa.
Ahora que el Metro palma tanta pasta deberían considerarlo e, incluso, valorar si compensa acoplar al conductor a la red eléctrica nacional y vender todos esos megavatios en el mercado mayorista con la prima que les dan a las renovables. Ya están tardando en hacerlo. Un servidor y su hermano sólo pedirían que se reconociese la patente a nombre de los Díaz Villanueva Brothers, que somos como los Wright Brothers pero en castizo.
Lo que ni mi hermano ni yo sabíamos es que esa pila humana, ese ser ahíto de su mismidad que gobernaba a cara de perro el convoy cobraba lo que cobra, que es más de lo que cobra usted y mucho más de lo que cobrará su hijo cuando toquemos a dos jubilados por currela. Bueno, ni nosotros ni nadie en Madrid. A fin de cuentas el Metro va solo. El conductor se limita a apretar un botón en las estaciones para abrir la puertas y a repetir la operación para cerrarlas medio minuto después. Luego está lo de pasar tantas horas solo allá abajo recorriendo túneles sin alma, pero cuando opositaron al puesto ya sabían que el Metro circula bajo tierra.
Vale, es un desgaste que explica el careto de cabreo que arrastran por las negras profundidades de la urbe, pero que no justifica la que arman cada dos por tres porque están negociando el convenio o, como sucede en estos días, porque consideran que ellos son más especiales que nadie y quieren cobrar la paga extra que el Gobierno ha quitado a todos los que viven del contribuyente.
Los guardias civiles, que se dejan la piel en el empeño y tienen que obedecer como benditos, ganan menos que ellos y no se quejan más que en privado ante la sufrida parienta mientras les cepilla la guerrera. Es normal que el personal esté empezando a cansarse de tanto empleado público que entiende lo suyo como un título de nobleza. Si al menos, como decía mi hermano, generasen energía aportarían algo, pero así lo único que nos proporcionan es un permanente dolor de cabeza. Y de eso, discúlpenme caballeros, ya vamos sobrados.
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