Tal y como anuncié hace unos días, ya está en el aire (nunca mejor dicho) mi último libro. Se titula “Historia criminal del comunismo” y trata de eso mismo, de los crímenes cometidos en nombre del comunismo a lo largo de su corta pero intensa historia. Para este libro he preferido no buscar un título ocurrente y he cogido la directa. Me han dicho que meter en la misma frase comunismo y crimen es un pleonasmo. A los que me lo han dicho, que han sido varios desde que colgué la portada aquí mismo, les remito al prólogo del libro, donde planteo si la ideología comunista es criminal per se.
No voy a entrar en eso ahora porque para algo he escrito el libro, que me ha llevado bastante tiempo, muchas lecturas y un considerable esfuerzo para hacer de estas espeluznantes historias algo ameno y atractivo al lector no iniciado en el tema. Incluyo tanto trabajos antiguos, algunos con varios años de antigüedad, que he repasado a fondo y he actualizado en estilo y en documentación, como material nuevo, inédito, concebido para este libro.
La otra pregunta que me han hecho, no ahora sino desde hace mucho tiempo, es por qué me interesa tanto la historia del comunismo. No lo sé a ciencia cierta, en general me interesa la Historia en sí y por eso fui a la universidad a estudiarla cuando era joven. La afición que tengo por la del comunismo probablemente se deba a una cuestión familiar. Mi madre era comunista, y con ella toda su familia, que también, por extensión, es la mía. Padres, tíos, primos, hermanos, sobrinos y un largo etcétera de afinidades carnales que, en el caso de los Villanueva, llevaban, y llevan, el rojerío mucho más allá del torrente sanguíneo.
Nunca fui comunista porque, por edad, no me pilló. Cuando empecé a leer los periódicos la URSS estaba ya dando las últimas boqueadas y, al poco, se fue a freír puñetas. De nacer diez años antes quizá hubiese pasado el sarampión, aunque lo dudo. Para ser comunista hacen falta dos ingredientes primordiales. El primero ser un idealista, y eso creo que lo soy. El segundo ser un crédulo de tres pares de cojones, confiar en lo que a uno le cuentan a la primera y no ponerlo jamás en duda, en resumen, tener fe ciega. Ahí es donde fallo. Mi madre me regaló el idealismo, la convicción de que las ideas importan y son las que, en última instancia, mueven el mundo. De mi padre me viene la desconfianza, esa virtud tan poco valorada pero que evita muchos disgustos en la vida. En resumen, idealista y desconfiado, no podía ser otra cosa en la vida más que liberal. Liberal en su variedad anarcoide para ser más exactos.
Aunque nunca lo practiqué, el comunismo y su disparatado mundillo lo recuerdo desde que tengo uso de razón. Mi abuelo estaba suscrito a Mundo Obrero, un semanal que editaba el PCE y que yo primero hojeaba y luego leía con fruición, desconfiando, naturalmente, porque aquellos redactores de Mundo Obrero eran todo voluntad, pero unos exagerados de narices. En casa, especialmente en la de una tía muy prosoviética, se organizaban unas discusiones políticas de órdago. Como era niño recuerdo solo el acaloramiento y el persistente aroma a café. Mi padre, escéptico ante los ardores revolucionarios de la parentela política, les llevaba la contraria y le respondían acusándole de pensar como un marqués. A él, precisamente a él, que venía de una corrala de Lavapiés y se había sacado la carrera con becas mientras trabajaba por las tardes. Sin saberlo acababa de descubrir el etiquetazo, una tradición inmortal entre los comunistas de todas las épocas y todos los países. Al que disiente etiqueta primero, luego ya se verá.
El comunismo y todo lo que le rodea siempre ha sido algo extremo y de soluciones tajantes. Por eso cuando consiguieron llegar al Gobierno en Rusia y en otros desdichados países armaron la que armaron. Sobre un edificio intelectual cochambroso levantaron regímenes que eran la encarnación de su peculiar radicalismo, una amalgama entre el milenarismo medieval y los iluminados de la nueva era. Remataron la obra con toneladas de mentiras y una voluntad de poder desmedida. Eso el militante de a pie posiblemente no lo sabía pero, de haberlo sabido, lo hubiese justificado. Porque en el comunismo todo tiene justificación, hasta la aberración más inhumana siempre que se haya perpetrado en nombre de la Idea, así con mayúscula.
Decía Mao cuando anunció el Gran salto adelante que los chinos debían enfrentar “tres años de esfuerzos y privaciones” antes de conseguir “mil años de felicidad”. Les estaba pidiendo que se muriesen de hambre, cosa que hicieron diligentemente y por millones, a cambio de un “porvenir radiante” (esto es de Pol Pot) que justificaba cualquier sacrificio. Esa es la esencia del comunismo, y sólo así se pueden explicar los cien millones de muertos, los campos de concentración, las torturas de la policía política o las reincidentes hambrunas que se dieron en todos los regímenes de inspiración marxista.
El resto es historia, historia del comunismo. Puede continuar aquí. Si decide leerlo le prometo que no le dejará indiferente.
Por lo demás, ya conoce las normas de la casa, sin DRM y a precio popular. Porque yo, a diferencia de ciertos comunistas de tronío, si creo en los verdaderos parias de la Tierra.
Aunque nunca lo practiqué, el comunismo y su disparatado mundillo lo recuerdo desde que tengo uso de razón. Mi abuelo estaba suscrito a Mundo Obrero, un semanal que editaba el PCE y que yo primero hojeaba y luego leía con fruición, desconfiando, naturalmente, porque aquellos redactores de Mundo Obrero eran todo voluntad, pero unos exagerados de narices. En casa, especialmente en la de una tía muy prosoviética, se organizaban unas discusiones políticas de órdago. Como era niño recuerdo solo el acaloramiento y el persistente aroma a café. Mi padre, escéptico ante los ardores revolucionarios de la parentela política, les llevaba la contraria y le respondían acusándole de pensar como un marqués. A él, precisamente a él, que venía de una corrala de Lavapiés y se había sacado la carrera con becas mientras trabajaba por las tardes. Sin saberlo acababa de descubrir el etiquetazo, una tradición inmortal entre los comunistas de todas las épocas y todos los países. Al que disiente etiqueta primero, luego ya se verá.
El comunismo y todo lo que le rodea siempre ha sido algo extremo y de soluciones tajantes. Por eso cuando consiguieron llegar al Gobierno en Rusia y en otros desdichados países armaron la que armaron. Sobre un edificio intelectual cochambroso levantaron regímenes que eran la encarnación de su peculiar radicalismo, una amalgama entre el milenarismo medieval y los iluminados de la nueva era. Remataron la obra con toneladas de mentiras y una voluntad de poder desmedida. Eso el militante de a pie posiblemente no lo sabía pero, de haberlo sabido, lo hubiese justificado. Porque en el comunismo todo tiene justificación, hasta la aberración más inhumana siempre que se haya perpetrado en nombre de la Idea, así con mayúscula.
Decía Mao cuando anunció el Gran salto adelante que los chinos debían enfrentar “tres años de esfuerzos y privaciones” antes de conseguir “mil años de felicidad”. Les estaba pidiendo que se muriesen de hambre, cosa que hicieron diligentemente y por millones, a cambio de un “porvenir radiante” (esto es de Pol Pot) que justificaba cualquier sacrificio. Esa es la esencia del comunismo, y sólo así se pueden explicar los cien millones de muertos, los campos de concentración, las torturas de la policía política o las reincidentes hambrunas que se dieron en todos los regímenes de inspiración marxista.
El resto es historia, historia del comunismo. Puede continuar aquí. Si decide leerlo le prometo que no le dejará indiferente.
Por lo demás, ya conoce las normas de la casa, sin DRM y a precio popular. Porque yo, a diferencia de ciertos comunistas de tronío, si creo en los verdaderos parias de la Tierra.
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