Hace unos años, cuando empezó la crisis, supuse que el tontolacena era un indeseado subproducto callejero de la expansión económica que sucumbiría como los dinosaurios del cretácico tras el impacto del meteorito. Pero no, me equivoqué. Con las uvas de la ira un tontolacena adaptado a las miserias de hogaño se ha radicalizado y ahora, entonando el carpe diem ante la inminente catástrofe, es más fiestero y numeroso que nunca. Salen a cenar, se maman a conciencia y luego la arman en la calle para regocijo y carcajada de los machos beta de la manada. Porque ahora cena ya solo hay una que tienen que aprovechar al máximo.
Un ejemplo. Ayer mismo, en la calle Serrano, pude ver como dos oficinistas fuera de sí se lanzaron a la calzada creyéndose Morante de la Puebla en versión jefe de cobros. Y allí, en medio del carril bus, empezaron a torear con sus gabardinas a los taxis que circulaban prestos llevando a otros tontolacena del restaurante a una discotheque. Estos dos ejemplares, gordicalvos y de frente resudada por los excesos alcohólicos de la refacción navideña, tuvieron la mala suerte de dar, por error, un pase de molinete con el paraguas a un coche de la Policía Nacional que iba pegado al culo de un taxi. Los maderos resignados se bajaron del zeta y hubieron de poner orden en la improvisada capea nocturna.
Los tontolacena metidos a muletillas de avenida mutaron en cuestión de segundos a su verdadera naturaleza chupatintesca. Compungidos, mirando el azul marino del uniforme con respeto reverencial, se echaron la mano a la cartera para sacar el DNI y mostrárselo al agente de la autoridad. Como salen poco a la calle y sólo ven películas americanas, pensarían que se los iban a llevar presos. Pero no, el agente les hizo circular sin más. Sabe que en unos días la berrea del tontolacena habrá concluido. Y luego la paz.
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