De todas las revoluciones que en el mundo han sido –y ya van una cuantas a estas alturas de la modernidad–, hay una que posee una suerte de aura mágica que la convierte en intocable. Que fuese la segunda (la primera fue la americana, aunque de un tiempo a esta parte los de siempre se empeñen en negarle la carta de pureza revolucionaria) y que haya pasado tanto tiempo ayuda mucho a esa visión acaramelada de lo que ocurrió en Francia en la última década del siglo XVIII.En el continente europeo, y especialmente en España, nos gusta mirarnos en ese espejo, ver nuestra imagen reflejada en esa revolución de sans-culottes, sombreros de tres picos y asaltos a bayonetazos. Nos gusta porque los siglos XIX y XX no han sido más que una prolongación patética de aquella mística revolucionaria de descamisados que adquieren conciencia de sí mismos y aristócratas mordiendo el polvo del cadalso. Es más, la revolución tal y como hoy la entendemos es siempre un trasunto de la toma de la Bastilla y el saqueo de las Tullerías, del pueblo en armas y ejecuciones sumarias del enemigo contrarrevolucionario.











