De todas las revoluciones que en el mundo han sido –y ya van una cuantas a estas alturas de la modernidad–, hay una que posee una suerte de aura mágica que la convierte en intocable. Que fuese la segunda (la primera fue la americana, aunque de un tiempo a esta parte los de siempre se empeñen en negarle la carta de pureza revolucionaria) y que haya pasado tanto tiempo ayuda mucho a esa visión acaramelada de lo que ocurrió en Francia en la última década del siglo XVIII.
En el continente europeo, y especialmente en España, nos gusta mirarnos en ese espejo, ver nuestra imagen reflejada en esa revolución de sans-culottes, sombreros de tres picos y asaltos a bayonetazos. Nos gusta porque los siglos XIX y XX no han sido más que una prolongación patética de aquella mística revolucionaria de descamisados que adquieren conciencia de sí mismos y aristócratas mordiendo el polvo del cadalso. Es más, la revolución tal y como hoy la entendemos es siempre un trasunto de la toma de la Bastilla y el saqueo de las Tullerías, del pueblo en armas y ejecuciones sumarias del enemigo contrarrevolucionario.
Han cambiado los medios, que hoy son más letales. Ha cambiado la propaganda, que hoy es más eficaz. Lo que no ha cambiado es la idea de dar la vuelta a la tortilla empleando toda la violencia necesaria. Tampoco lo han hecho los líderes: iluminados sedientos de sangre y emociones fuertes cuyo objetivo era y es rediseñar el mundo desde cero, a la medida de sus ensoñaciones.
El problema de los mitos es que, una vez han sido cimentados por los que mandan, cuesta mucho demolerlo. Ahora y hace 80 años, que es cuando Pierre Gaxotte, entonces un joven historiador francés, se echó sobre los hombros la formidable tarea de revisar día a día, personaje a personaje, el acta fundacional de la Francia contemporánea.
Gaxotte era un estudioso del Antiguo Régimen con especial predilección por el siglo XVIII francés. Conocía los hechos, disponía de los datos que le decían que la Francia prerrevolucionaria no era, tal y como le habían contado en la escuela, un reino miserable al borde del colapso cuya única esperanza pasaba por cortarle la cabeza al Rey y entregar las incontables riquezas de la nobleza al pueblo famélico.
Nada de eso. La Francia del siglo XVIII, la que Luis XIV entregó a su sucesor en el lecho de muerte, era el reino más poderoso, próspero y poblado de Europa. El francés era la lengua de la cultura, el arte y los pensadores, de la galantería cortesana, la diplomacia y la música. Los franceses vivían, además, mejor que sus vecinos. Las ciudades y el campo ganaban habitantes, y lo hacían porque el país producía lo suficiente para dar de comer a nuevas bocas. Los arquitectos franceses dictaban el diseño de los palacios en toda Europa, la alta sociedad francesa imponía los hábitos cortesanos y los filósofos franceses decían al resto del continente lo que debía pensar y cómo tenía que hacerlo.
En la cumbre de su poder e influencia, el Hexágono se vino abajo en sólo tres años. Gaxotte pone el dedo sobre las ideas, ese algo etéreo al que los poderosos no suelen dar importancia. La Francia de Luis XV y Luis XVI era un estado absoluto que había perdido íntimamente la fe en sí mismo. Los enciclopedistas, los Voltaire, los D'Alembert, los Rousseau, los Diderot eran los que marcaban la pauta en materia de pensamiento. En su agenda la monarquía sobraba, y el sistema que la sostenía debía ser demolido a conciencia.
Por eso estalló la revolución, que ni era ni aspiró a ser jamás un programa de reformas, de perfeccionamiento del régimen, sino una subversión total de todo lo que era Francia. Así, desde su primer compás, en la Asamblea de Notables de 1788, hasta el paroxismo del Terror jacobino, cinco años después, la consigna maestra: "Ningún enemigo a la izquierda", se enseñoreó de todas las fases revolucionarias. Los radicales del momento eran moderados al año siguiente y, al poco, peligrosos extremistas de la reacción.
La radicalización progresiva no tuvo, además, obstáculo alguno. El Rey fue cavándose su propia fosa, y cuando quiso reaccionar, huyendo de París a la desesperada, era ya demasiado tarde. La Revolución iba devorando a sus propios hijos en un vals macabro llevado hasta sus últimas consecuencias. La minoría jacobina, la Montaña, un movimiento de iluminados que habían interiorizado a fondo el mensaje de los filósofos, terminó haciéndose con el mando porque su voluntad de poder era inquebrantable. No aceptaron más negociación que la de ir siempre un poco más allá sacrificando a quienes se habían quedado atrás, a los que, como bien señala Gaxotte, aseguraban en la Asamblea que la Revolución acababa en ellos.
La Revolución, al final, acabó en un baño de sangre que incendió Europa y arruinó Francia. Al nuevo mundo que prometían los hijos de las Luces sólo podía llegarse a través del asesinato y la guerra. Obsesionados con enterrar todos los vestigios del viejo régimen, jubilaron al cristianismo, improvisaron un nuevo culto, el del Ser Supremo, y nacionalizaron la vida y hacienda de los citoyens, los ciudadanos, neologismo inventado entonces para encubrir que los franceses habían pasado de ser súbditos de la Monarquía a esclavos de la Convención. Todo se puso en duda. La economía sufrió un síncope inflacionario sin precedentes porque el llamado Gobierno del Pueblo decidió crear dinero de la nada mediante papel moneda respaldado por los bienes incautados a la Iglesia –"asignados", lo llamaron–; dinero que empezó valiendo poco y terminó valiendo nada.
La escapatoria al desastre no fue otra que la guerra. A Austria, a Prusia, a España y a Inglaterra la Revolución llegó sin lírica, a punta de bayoneta, primero con los espasmos de la Convención y luego con las energías renovadas del Directorio, que encauzó la empresa revolucionaria –ya puesta al servicio de un solo hombre– en un programa de conquista meticulosamente trazado. Napoleón y sus violencias fueron el resultado de aquella convulsión.
En 1815 la Revolución Francesa tocó su último acorde en el Congreso de Viena. Francia y Europa estaban devastadas, y quienes las habían metido fuego, muertos. Así entró la Europa continental en el mundo moderno. Incompresiblemente, los mismos que padecieron sus excesos la idolatraron: la francesa, repito, es el modelo de revolución. Quizá por eso los que en los últimos dos siglos han querido cambiar el mundo se han mirado en ella, sin percatarse de que ese cambio podría no ser para mejor.
Pierre Gaxotte, La Revolución Francesa, Áltera, Barcelona, 2008, 324 páginas
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