Tal día como ayer hace once años, un sonriente Gerhard Schröder se hacía con la Cancillería con una mayoría aplastante, muy superior a la que Merkel obtuvo en las federales del domingo pasado. Más del 40% de los votantes, casi el 50% sumándole el apoyo de sus socios rojiverdes, devolvieron el poder a la izquierda, alejada de la poltrona durante 16 interminables años.
Eran, claro, otros tiempos. En 1998 el espectro político alemán era más reducido, especialmente en el lado izquierdo. Los socialdemócratas competían, y no mucho, con los verdes, que en la Alemania occidental ejercían de marca blanca del Partido Comunista, nunca demasiado bien visto a este lado del Muro. Venía Alemania entonces de 50 años de crecimiento económico constante, cuya herencia más visible es el euro, divisa reacuñada en la mitad de valor facial sobre los antiguos marcos.
La Alemania que entregó complacida las armas a la izquierda era un país opulento, prepotente y ligeramente insatisfecho. La reunificación, completada durante los años 90, no había sido el cuento de hadas que contaba Köhl a los escolares de primaria durante sus triunfantes giras, en las que, a ratos, llegó a creerse la reencarnación del Von Bismarck.
Fue, en definitiva, un cúmulo de circunstancias lo que llevó a Gerhard Schröder a la Cancillería. La luna de miel, sin embargo, y a diferencia de la nuestra con Zapatero, duró poco. Su SPD, el de la incontestable mayoría del 98, fue deshaciéndose a izquierda y derecha, al tiempo que la antaño boyante economía alemana se venía abajo.
Los alemanes son gente entrañable en su frialdad. Granjeros y comerciantes que, llegado un momento de su historia –nadie sabe muy bien cómo–, empezaron a fabricar vehículos BMW, electrodomésticos Bosch y maquinaria de todo tipo extremadamente precisa y bien hecha. Por eso, por ese sentido primario, casi aldeano, de la existencia, no son muy amigos de experimentos políticos, y más cuando escarban en su propia historia y se les ponen los pelos como escarpias al contemplar las consecuencias últimas de ciertos experimentos por los que han tenido que pagar –hasta la última letra– una gran factura; de hecho, aún la están pagando en los estados del este. Esta es la razón principal por la que Alemania es, desde hace 60 años, un modelo de estabilidad, y posiblemente el país más aburrido de Europa en lo que a jaleos políticos se refiere.
Sólo así puede entenderse la famosa Grosse Koalition de 2005, que juntó en el Gobierno a conservadores y socialistas. Aquí, claro, eso nos parecía una cosa del otro mundo. Pero el votante alemán lo que más valora es la tranquilidad y que no le den la murga. Los odios políticos, por añadidura, nunca son bienvenidos en un país que tuvo ración doble de ellos durante el siglo pasado.
De todas formas, era una situación era anormal, fruto del bloqueo mental que los alemanes han padecido en los últimos diez años. La izquierda risueña, ecologista y boborrona del dúo Schröder-Fischer les metió de cabeza en la peor crisis desde la Guerra, socavando la autoestima y el orgullo de un pueblo acostumbrado a ir siempre un paso por delante en todo; la derecha, por su parte, no se aclaraba ni en la forma ni en el fondo. En 1998 el candidato democristiano fue un amortizadísimo Helmut Köhl; en 2002, un viejísimo y bavarísimo Edmund Stoiber, y en 2005 una ossi desconocida con cara de profesora despistada a quien los alumnos le copian en los exámenes.
Eso en la forma, que importa, y mucho, en las democracias modernas. En el fondo, la CDU ha sido durante 10 años un quiero y no puedo ideológico. Lo probó todo para encontrar un mensaje propio, fracasando una y otra vez. Se apropió del programa socialdemócrata y, lo que es peor, del programa verde, y acabó por ser más estatista y más ecologista que nadie. Al final, los conservadores han hecho el pequeño esfuerzo de escuchar a sus votantes, al tendero de Múnich que los sábados por la noche se pega con cola al televisor para ver Musikantenstadl, al jefe de personal de una empresa de Stuttgart hartito de dejarse la vida pagando impuestos, al operario de una fábrica de Bochum que aún sigue yendo a misa y que trabaja duro para que le asciendan, al agente de bolsa de Fráncfort que busca trabajo en Wall Street. Ese es el público de la CDU, y a ese público, machacado por uno de los Estados más intervencionistas y metomentodo de Europa, hay que llegar con un mensaje claro, realista y sin artificios.
Lo que a la CDU le ha faltado y le sigue faltando se lo ha puesto de gratis el FDP, partido minoritario, implantado en el oeste y eminentemente urbano. Los liberales de Guido Westerwelle han cogido esta vez el carro y tirado de él, arrastrando a los conservadores, que no han parado de hacerles guiños cómplices durante la campaña. El programa del SPD es el negativo del que presentaron las dos momias de la izquierda germana: Gregor Gysi, comunista a la soviética, hijo de un ministro de Cultura de la RDA, y Oskar Lafontaine, representante eximio de la izquierdaza germano-occidental en su peor tradición.
El triunfo, por tanto, es compartido. Merkel gobernará, pero sólo podrá salir bien librada del brete si adopta como propias las ideas de su socio, las únicas verdaderamente revolucionarias en estos tiempos de crisis, las únicas que constituyen una alternativa al rebrote de colectivismo que padecemos.
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