Lenin se murió con el trabajo a medio hacer. Se lo llevó al otro barrio una cadena de infartos, cuatro exactamente, cuando tenía sólo 53 años y toda una revolución por delante. La inoportuna y prematura muerte del zar rojo obligó a sus deudos a improvisar una canonización laica. Al lugar donde la espichó, un suntuoso palacete de Gorki, lo rebautizaron como Leninskiye y al distrito en el que se encontraba como Leninsky. Aquel homenaje póstumo sería un frugal aperitivo de lo que vendría después. Lenin apadrinaría una veintena de ciudades, decenas de plazas, centenares de avenidas y millares de calles por toda la Unión Soviética y países aledaños.
Estos excesos son muy propios de las tiranías, especialmente de las comunistas que, como lo suyo consiste en inventarse de nuevo el mundo, empiezan cambiándole el nombre a todo. La obsesión con Lenin, padre fundador de la cosa, no decayó con el tiempo, al contrario. En el último desfile conmemorativo de la revolución de octubre, allá por noviembre de 1990, cuando el régimen enfilaba la recta final y la república de los soviets se caía a pedazos, el único retrato que permanecía intacto y venerado era el de Lenin. Gorbachov encargó que se colgase de los almacenes del Estado de la plaza Roja un mural de grandes dimensiones con su efigie. Al año siguiente todo se había acabado, pero Lenin seguía ahí, a pocos metros, embalsamado dentro del mausoleo de mármol que Stalin le levantó para, llegado el momento, meterse también él de cuerpo fiambre.
La pasión y muerte de Hugo Chávez nos ha retrotraído a aquellos tiempos venturosamente olvidados. Todos imaginábamos que se iba a armar más menos parda en Venezuela, país, caribeño a fin de cuentas, muy dado a las bullangas. Lo que nadie se figuraba era el coro de plañideras que al comandante le ha salido en el resto del mundo, sobre todo en España, donde en eso de llorar muertos hemos sido siempre consumados maestros. Esto de llamarle comandante es algo que no termino de entender, porque Chávez había llegado por méritos propios a alcanzar el rango de teniente coronel. Y ahora viene lo bueno, en el ejército de Venezuela no existe el grado de comandante, sino el de mayor, así que lo de la comandantía se lo han adjudicado por asimilación con el otro comandante, el coma-andante, ya me entiende.
De todas las lamentaciones que le han dedicado la mejor, sin duda, ha sido una que publicó el día de autos un profesor de la Complutense que se llama Juan Carlos Monedero. “Chávez nuestro que estás en los pueblos”, decía al comenzar la copla a la muerte de su padre, de su padre ideológico quiero decir. Monedero es un tipo inteligente y doy fe de ello porque le conozco y le tengo leído. De ahí que no adivino a comprender que alguien errado pero ilustrado pueda caer en semejante cursilería, más propia de Zerolo glosando las proteicas virtudes democráticas de Zetapé que de un porfiado revolucionario. Quizá sea la pena, penita, pena. No sé. Por si quisiese cambiarlo, que aún está a tiempo, ahí le dejo la coplilla de Manrique debidamente maqueada: “Non dexó grandes tesoros, ni alcançó muchas riquezas ni vaxillas; mas fizo guerra a los pitiyanquis ganando sus fortalezas e sus villas”.
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