Reforma laboral completa
El primer y más grave problema de nuestro país es la abultada cifra de desempleo, y no un desempleo coyuntural, propio de un severo ajuste tras un cambio de ciclo, sino de índole estructural. Más de dos millones de personas carecen ya de prestación, es decir, llevan suficiente tiempo desempleados como para haber agotado el subsidio. Esta tragedia humana, que no ha hecho sino agravarse conforme avanzaba la crisis, coloca a una parte considerable de la población en un viaje sin retorno hacia la pobreza, de la que quizá no salga nunca.
El paro y todas sus funestas consecuencias han disparado el gasto social justo en el peor momento, cuando las arcas del Estado están al límite. La pauperización progresiva de este segmento de la población que no encuentra manera de emplearse en el mercado formal ha ocasionado un boom de la economía sumergida. Un sector boyante que, por un lado, ha evitado mayores males pero que, por otro, es totalmente invisible a la Hacienda pública y a la propia ley.
La primera reforma, por lo tanto, habría de ir encaminada a liberalizar totalmente el mercado laboral. La que el Gobierno promulgó en febrero de 2012 iba bien dirigida, pero se quedaba corta. No atacaba el problema de la dualidad del mercado y abundaba en su sindicalización y politización. El mercado de trabajo no es diferente a otros mercados. Hay una parte ofertante y otra demandante. Cuando ambas operan en libertad y bajo el imperio de la ley el resultado es la abundancia. Nuestro marco laboral, sin embargo, está plagado de restricciones y privilegios que condenan a tres de cada diez trabajadores y a la mitad de la juventud al desempleo o al desempeño de trabajos informales.
Una liberalización completa implicaría la supresión de la negociación colectiva, cuyos resabios fascistoides son impropios de una economía libre, abierta y globalizada que busca competir en el mundo y no consolidar castas de privilegiados laborales blindados ante la incertidumbre y el cambio. El papel de los sindicatos, por lo tanto, habría de redefinirse completamente. Las anacrónicas centrales españolas, concebidas como mamotretos paraestatales de inspiración marxista, tendrían que transformarse en modernos sindicatos profesionales autofinanciados y dedicados a la defensa de los intereses de sus afiliados.
Con un factor trabajo flexible las empresas, únicas creadoras del riqueza, ganarían en competitividad y crearían más y mejor empleo. No es casualidad que los países con menos paro y sueldos más altos sean aquellos donde el acontecer laboral está menos sindicalizado y, como consecuencia, menos politizado y judicializado.
Menos impuestos
Pero las empresas no viven de contratar bien a sus empleados, sino de crear valor para sus accionistas. Hoy en España empresas y trabajadores soportan una presión fiscal asfixiante que deja muy poco espacio al beneficio y a la reinversión productiva del mismo. Muchas empresas directamente cierran, otras deslocalizan la producción y la mayoría trasladan esos costes fiscales a sus clientes finales, lo que repercute directamente en la cantidad y calidad de bienes y servicios que consumimos.
La hiperfiscalidad que inauguró Rajoy nada más llegar a la Moncloa está ocasionando un daño incuantificable a la economía española. Los impuestos son necesarios para sufragar los servicios comunes, pero no la cantidad y el volumen que hay en nuestro país. El IRPF, por ejemplo, es de los más altos de Europa, algo similar sucede con el impuesto de Sociedades y con el IVA. El español medio trabaja medio año para estar al día con Hacienda. Crear riqueza, en definitiva, sale muy caro en España, y eso se traduce en poca inversión, poco empleo y recaudaciones decrecientes.
No más deuda
Esto nos lleva directos a la siguiente pregunta: ¿por qué los impuestos son tan altos? Simple, porque el Estado es muy grande, muy costoso y no tiene intención alguna de aminorar su tamaño. La llamada reforma del sector público todavía se espera. En 2012 las diferentes administraciones gastaron 445.000 millones de euros, la mitad de la riqueza nacional, más incluso que en los mejores años de la burbuja inmobiliaria cuando las cuentas públicas se cerraban con superávit. Pero la recaudación no alcanza esa cifra, de modo que el Gobierno cubre la diferencia emitiendo títulos de deuda en el mercado. Estos títulos solucionan la papeleta del día, pero tienen que devolverse con su preceptivo interés en el plazo fijado. La deuda pública, que era inferior al 40% sobre el PIB en 2007, se avecina hoy al 100% sobre el PIB. Un billón de euros –y creciendo– que habrá que ir repagando en los próximos diez años. El Estado se ha demostrado incapaz de vivir con sus propios recursos y ha tratado de acrecentarlos por la vía fiscal estrangulando la economía, y por la de los préstamos, garantizando así más impuestos en el futuro para amortizarla. El modelo, como puede comprobarse, es directamente insostenible y más pronto que tarde reventará. Rajoy, sin embargo, sigue entregado a él con la esperanza puesta en que el empleo y la recaudación se recuperen de manera milagrosa de aquí a 2015.
La diferencia entre lo que se ingresa y lo que se gasta, el déficit, se ha estancando en torno al 7%, esto ha provocado tiranteces con Bruselas, ya que en el Acta Única los padres del euro se comprometieron a no superar bajo ningún concepto el 3%. Cinco años incumpliendo lo pactado nos han conducido a una intervención sistemática de las autoridades comunitarias en la política económica española. Parte del malestar en la población proviene de ahí, pero no deberíamos olvidar que los famosos “hombres de negro” jamás se hubiesen preocupado por nosotros si el Gobierno hubiera cumplido su palabra de no endeudarse por encima de lo acordado. Poner coto al déficit, en suma, es quizá la primera y más urgentes de las medidas.
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