No hay dos sin uno como no hay treinta y dos sin treinta y uno. El Gobierno Rajoy lleva ya treinta y dos subidas de impuestos consecutivas. Hágase cargo, treinta y dos, lo pongo en letras y no en números para que se recree leyendo la cifra y, ya de paso, para que al triste de Julio Sánchez, plumilla de cámara de Montoro, le dé un ataque de vergüenza ajena. Digo treinta y dos cuando bien podría decir treinta y tres porque al nuevo arreón fiscal en el tabaco, el alcohol y en las tasas medioambientales hay que sumarle la eliminación de deducciones para las empresas, lo que constituye de hecho una subida de impuestos, la trigésimo tercera de la era pluritributaria que Rajoy inauguró a mayor gloria de “lo estatal” hace ahora año y medio.
Este nuevo zapatillazo propinado con placer absoluto por parte del titular de Hacienda va a proporcionar al Estado unos 4.700 millones de euros de recaudación. Eso, claro está, según los recaudadores. Luego habrá que ver en cuánto se queda. Hay un principio en fiscalidad que, curiosamente, el ministro del fisco desconoce. Este principio dice que tipos impositivos, recaudación e ingresos fiscales van de la mano hasta cierto umbral. Este umbral es difícil de delimitar y, una vez se sobrepasa, aunque los tipos sigan subiendo la recaudación va inexorablemente a menos.
Esto ha pasado con varios de los nuevos impuestos inventados por ese artista de la ruina ajena conocido en la Corte como Cristóbal y en la Villa como Montoro y asociados. El caso del tabaco es de manual. Hace diez años, cuando en Alemania gobernaba Gerhard Schröder, les dio por pegar un subidón de infarto al tabaco. De la noche a la mañana fumar en Alemania se puso imposible. El canciller necesitaba fondos urgentemente y pensó que el mejor modo de allegárselos al Finanzministerium era subir las labores del tabaco, un impuesto que, además de muy jugoso, es relativamente popular porque penaliza el vicio.
El hecho es que, hasta aquel momento, había funcionado. Era subir los impuestos al tabaco y automáticamente empezaban a entrar marcos a raudales en la caja registradora. Pues bien, en aquella ocasión sucedió exactamente lo contrario. Las ventas de tabaco bajaron drásticamente y, con ellas, la recaudación fiscal. Una mala noticia para el ministerio de Hacienda que, sin embargo, era un titular excepcional para el de Sanidad. El impuesto era, en definitiva, bueno para todos. Pero no, el gozo de Schröder en un pozo. Los alemanes seguían fumando alegremente aunque, esta vez y debido a los impuestos, se habían pasado al tabaco de contrabando.
Por primera vez desde la posguerra se veían estraperlistas por las calles de las ciudades alemanas. En un país donde comprar un DVD pirata es algo simplemente impensable, los dealers de tabaco se apoderaron de la calle. Y no sólo Berlín y Hamburgo –capital y primer puerto del país respectivamente–, sino ciudades de provincias como Núremberg, Maguncia o Duisburgo se llenaron de mantas callejeras regentadas por inmigrantes en los paseos comerciales. No ofrecían todas las marcas del tabakwaren de la esquina, pero si las suficientes como para hacer un roto colosal al estanquero… y a Hacienda. El escándalo que se armó fue mayúsculo. Tan pronto como empezaron a aparecer los primeros “camellos” de tabaco, los periodistas dieron la voz de alarma. El Schleichhandel había vuelto tras medio siglo de ausencia. Durante semanas se sucedieron los reportajes en la televisión y los periódicos. Los alemanes se hacían sólo una pregunta: ¿qué o quién era el culpable de aquel desaguisado que tanto les ruborizaba cuando salían de compras por la Königstrasse?
El Gobierno culpó al crimen organizado y anunció medidas policiales para contener aquella intolerable ola que sacudía los cimientos de la civilizada Alemania. En la calle, sin embargo, el mensaje que caló fue otro. El contrabando era un efecto directo e indeseado de la brutal y repentina subida de impuestos. Si el paquete de West, marca predilecta del obrero fabril de la cuenca del Ruhr, había pasado de costar 3 marcos a costar 6 lo normal es que una parte se quitase de fumar, pero otra, la mayor, en lugar de quitarse lo que buscó fue un proveedor alternativo. Y ahí es donde aparecía el contrabandista, el socorrido schleichhändler que vendía el paquete a 4,5. Más caro que antes pero más barato que ahora. ¡Ah!, y un detalle, los de Hacienda no veían ni un pfennig de las transacciones.
La ley universal de las consecuencias indeseadas se puso a funcionar con diabólica eficacia. El contrabando se adueñó de un mercado que hasta ese momento había sido 100% legal y, para colmo, la recaudación fiscal disminuyó. Dos por el precio de un solo impuesto. La ceguera de los políticos sólo es superada por su infinita soberbia, por su creencia en que mediante la ley se puede conseguir todo. Y en parte esto es cierto, se consigue todo lo contrario.
Historias como esta podrían relatarse de mil productos y mil países. Los del Gobierno se quejan con amargura de la economía sumergida sin plantearse el hecho de que ellos son quienes la han sumergido, ya sea vía impuestos o vía regulaciones absurdas. Si somos de los que damos por bueno que el Estado disponga de recursos para redistribuir, deberíamos pedir que los impuestos fuesen bajos, aunque solo fuera por una cuestión puramente utilitaria. A fiscalidad más laxa una base imponible más ancha. Elemental querido Montoro.
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