Se quejaban amargamente el otro día varios colectivos de funcionarios de que, durante el Debate a Cuatro, apenas se habló de los empleados públicos. De ellos tal vez no se habló, pero sí de cómo conseguir que sigan cobrando puntualmente el sueldo el último día de cada mes. La estrella del debate fue, como ya era previsible, el fraude fiscal, que a todos preocupa y que, según cálculos de unos y de otros, alcanza tan dantescas proporciones que de ponérsele coto los problemas de tesorería del Estado se resolverían en el acto. Sería, en cierto modo, como encontrar repentinamente una faja petrolífera en La Alcarria.
Un espectador extranjero ante la insistencia enfermiza de nuestros políticos con el fraude pensaría que nadie paga impuestos en España. Pero no es así. El fraude aquí es equiparable al de otros países de Europa y una buena parte del mismo es directamente imposible de regularizar. Defraudar a Hacienda es, por ejemplo, sacarse unos eurillos dando clases particulares por horas. Si se intentase fiscalizar esa actividad por medios que prefiero no imaginar, todo lo que sucedería es que las clases en cuestión dejarían de impartirse. No compensaría, el profesor ocasional se quedaría en su casa y el voluntarioso alumno sin clase. Hay mil ejemplos más, todos provenientes de la bulliciosa economía sumergida, un sector que permite llevarse algo a la boca a millones de españoles cada mes.
Entonces, ¿de dónde viene tanta obsesión con el fraude al Fisco? La razón hay que buscarla en la inviabilidad del modelo económico actual, asentado sobre una estructura de gasto descomunal y siempre creciente que asfixia a los que, desde el sector privado, crean riqueza o tratan de crearla. El principal capítulo de ese gasto no es la sanidad, ni la educación, ni la construcción de autopistas, ni siquiera la seguridad, sino los salarios de los más de tres millones de empleados que se encuentran en la nómina del Estado. Para poder satisfacerla el ministerio de Hacienda necesita destinar toda la recaudación de IVA, toda la de Sociedades y parte de la de IRPF. Esto último es un dato, no una opinión.
En resumen, que una porción nada desdeñable de los muchos y recrecidos impuestos que pagamos se van en eso mismo, en costear la mayor y mejor pagada plantilla del país. Porque los empleados públicos no ya es que sean muchos –que a la vista está que lo son–, sino que sus sueldos son sensiblemente más altos que los del sector privado. Por esa razón andan todos tan preocupados con el fraude hasta el extremo de convertirlo en el principal de nuestros problemas. Se les va la vida en ello. Cada céntimo que un autónomo escamotea es un céntimo que, perteneciéndoles por derecho divino, no llega a su bolsillo en tiempo y forma.
Rajoy –funcionario, hijo y nieto de funcionarios– se puso como objetivo número uno conseguir que el sacrificio de los suyos fuese minúsculo. Doy fe que lo ha conseguido. Especialmente si lo comparamos con la masacre que ha padecido el sector privado en forma de despidos y devaluaciones salariales continuas durante la crisis. Para ello ha convertido España en uno de los infiernos fiscales más irrespirables del mundo. Han subido los impuestos cuarenta veces, se han inventado nuevos tributos y han hecho más opresivos los ya existentes.
Todo para que a “lo público”, a esta dictadura del funcionariado, no le faltase de nada. Curiosamente, los beneficiarios de toda esta operación de saqueo no se lo han agradecido. Pasará a la historia como el Gobierno de la austeridad y de los recortes. Y austeridad hemos tenido, claro, y recortes, pero en el sector privado, cuyos agentes se han visto –y aún se ven– obligados a hacer equilibrios en un alambre para llegar a fin de mes. Nadie se acordará de ellos. Su razón de ser es transferir la mitad de lo que producen a un burócrata altanero, inclemente, que no perdona el más mínimo retraso en la entrega del diezmo. Estamos en “esas fechas”. Acuérdese de esto cuando vaya a rellenar la declaración.
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