El barómetro preelectoral que el CIS hizo público el pasado jueves coloca a Pablo Iglesias no en las puertas de la Moncloa, sino en la Moncloa misma. Sumando los escaños que arroja el macro sondeo, el famoso “Gobierno del cambio” por fin sería posible, y lo sería con autoridad, con diez o más diputados de diferencia. Los números no admiten discusión. Podemos y el PSOE juntarían cerca de 170 escaños en el Congreso y siempre podrían tirar de la pléyade de partidillos nacionalistas. PP y Ciudadanos, por su parte, apenas llegarían a los 160. Y están solos. Con menos gobernó Zapatero en su primera legislatura y con mucho menos Aznar en el cuatrienio de las luces (1996-2000), que lo condujo de cabeza a la mayoría absoluta de aquel domingo de marzo, en el que un Mariano Rajoy aún con la barba negra se asomó de la mano de Aznar al balcón de Génova 13 como artífice de la centelleante victoria popular.
Con un PSOE tocado y semihundido, un Partido Popular desarbolado, encallado y condenado a una refundación desde sus cimientos y un Ciudadanos estancado en los 40 escaños, el poder del que dispondrían Iglesias y sus confluencias bolivarianas sería prácticamente absoluto. La herencia final del desastre no menos absoluto perpetrado a dúo por Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría con la inestimable ayuda de Cristóbal Montoro. En ese momento se cerraría abruptamente este ciclo de la historia de España y entraríamos en otro que, por las muchas palabra y las malas obras de sus cabecillas, sería necesariamente peor. No habría ni motivos para la sorpresa, de este cataclismo venimos muchos advirtiendo desde hace lo menos tres años, quizá más.
Pero no nos adelantemos. Podría suceder que la encuesta del CIS no fuese más que un guisote preparado desde la vicepresidencia del Gobierno a modo de grito desesperado dirigido a movilizar a la abstención. No sería de extrañar habida cuenta de los apremios que han asaltado Moncloa de un par de semanas a esta parte. El Partido Popular necesita con urgencia un millón de votos, que son los que le garantizarían colocarse por encima de los 150 escaños para cerrar luego un cómodo pacto con Albert Rivera y gobernar tranquilamente los próximos cuatro años. Ese millón de votos afines al PP existe, de hecho hay algo más de un millón que podrían volver al redil sin demasiado esfuerzo. Entre 2011 y 2015 Rajoy se dejó 3,5 millones de votos, aproximadamente dos millones se fueron directos a Ciudadanos, el millón y medio restante se fue a su casa. Nada mejor que hacer aflorar la mala conciencia de esta gente mostrándoles la cara del enemigo que ya se encuentra en las puertas.
Podríamos hablar de chantaje porque es eso mismo, un chantaje que hasta podría terminar dando su fruto si la campaña transcurre sin sobresaltos y el enemigo mantiene el vigor. La gente vota más por miedo que por amor. El corazón que Unidos Podemos ha elegido como logotipo quizá consiga que sus simpatizantes se conmuevan, pero no incorpora la dosis de angustia que en los momentos clave es necesaria para salir del paso. Podría ser también que, como apuntan muchos analistas, el aullido final de auxilio no surta efecto alguno. La desafección con el PP rajoyano es más amplia y profunda de lo que Arriola se atreve a reconocer, cabizbajo y lacayuno, en el despacho del presidente. Pero va para cinco años que los opositores no pisan la calle. Tampoco es que la pisasen mucho antes, pero al menos tenían que hacer el paripé para llegar al poder. Quizá por eso no hayan terminado de entender todo lo que está pasando en España desde 2014. Esa podría ser su tumba… y la nuestra.
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