La falta de Gobierno en España y todo el jaleo político que ha traído consigo está velando el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido de la Unión Europea, el famoso Brexit, que se celebrará solo tres días antes de nuestras elecciones generales. Lo que se despacha en Gran Bretaña en esa jornada es de una envergadura tal que sorprende la poca importancia que se le está dado aquí, más allá de los cuatro teletipos de rigor y algún que otro brochazo rápido del europeísta de guardia. Quizá se deba a que entre nosotros el euroescepticismo tenía muy pocos adeptos hasta fechas muy recientes. Para el español medio ser euroescéptico es ser un malvado sin paliativos. De modo que la cosa es simple: los partidarios del Brexit son malos, los que están en contra son buenos. El pensamiento automático y el trincherismo intelectual, tan caros, por lo demás, a la política española ahorran pensar. Y el que no piensa no debate.
Hace unos años, bastantes, tantos como más de once, cuando se celebró el referéndum de la Constitución Europea, recuerdo como uno del sector aguirrista del PP me recriminaba que escribiese en contra de aquel engrudo social-buenista que, por fortuna para todos, terminaron enterrando los franceses unos meses más tarde. “¡No puedes decir que no a Europa!”, me decía poseído con los ojillos húmedos y abiertos como dos ensaladeras. No se trataba de decir no a Europa, entre otras cosas porque eso de “decir no a Europa” es la clásica falacia politicoide para ponerte en aprietos. “Decir que no a Europa” es como decir no a África o a Oceanía. Puedes decir no si quieres, pero tanto la una como la otra seguirán ahí.
Por Europa ellos entienden el llamado “proceso de construcción europea”, un formulismo en exquisito politiqués que, en la lengua común, viene a corresponderse con las instituciones en las que ellos pastan despreocupadamente, esas cuevas de Alí Baba en las que una casta internacional de ungidos se consiente a sí misma con sueldos altísimos e impuestos bajísimos. Normal que les preocupe tanto la “construcción europea” y que se dejen la piel defendiéndola. El europeísmo es, de hecho, el único gran consenso político en España de los últimos cuarenta años.
Lo que está en entredicho en Inglaterra es precisamente ese consenso. Los británicos son europeos, eso es una obviedad que no haría falta ni recordarla, pero muchos de ellos no están de acuerdo con ese experimento político de dimensiones gigantescas llamado Unión Europea. Lo que votarán el próximo 23 de junio no es la europeidad, que la llevan puesta, sino si van a seguir formando parte del este macro Estado cada año más centralizado y cada día más sobre regulado. En su inmensa mayoría no tienen problema con la parte positiva de la UE, la relativa al comercio libre entre europeos. Ese era, precisamente, el espíritu que inspiró el Tratado de Roma del 57: crear un área de libre circulación de bienes, personas y capitales que dulcificase la relación entre las distintas naciones y alejase para siempre el fantasma de la guerra. Todo lo demás sobra, empezando por la Comisión y terminando por el parlamento de Estrasburgo. O al menos sobra para la gente de a pie, la que corre con los gastos de todo el tinglado. Para la política, en cambio, lo que importa es lo otro porque es de lo que vive.
Visto así, el Brexit es algo que deberíamos pedir todos, incluidos los españoles. El problema es que, gracias a la hiper legitimación de la “construcción europea”, los políticos se las han arreglado para unir sin posibilidad de separación la parte buena del invento con la mala, de manera que si el Reino Unido abandona la Unión tendrá que sufrir consecuencias muy adversas en su economía. De entrada sus empresas no lo tendrán tan fácil para exportar como lo han tenido hasta ahora. Habrán de enfrentar limitaciones cuando no cuotas y la gama infinita de maldades arancelarias que la burocracia se inventa para justificarse a sí misma. Habida cuenta de que la mitad del comercio británico es con sus hasta ahora socios de la UE el roto en las cuentas corporativas puede ser considerable.
No es este el único inconveniente que tendrían que padecer. Los capitales no afluirían a la isla con la suavidad en que venían haciéndolo. Londres es el centro financiero de Europa, aporta un 5% al PIB británico y supone cerca del 12% de la recaudación para el Tesoro de Su Majestad. El coste en empleos sería muy alto y seguramente el Reino Unido entraría en recesión el primer año después de la separación. Las penas podrían incluso ser mayores si a los eurócratas bruselinos les da por vengarse y la toman con el traidor a modo de escarmiento para que nadie más se aventure por el mismo camino, lo cual es harto probable.
Este es posiblemente el retrato de la situación que le han pintado a Cameron, de ahí su reticencia (y la de muchos otros conservadores de tradición euroescéptica) a apuntarse al Brexit. No les queda otra que permanecer en un barco en el que no se encuentran demasiado cómodos, pero la alternativa es peor. O una cosa o la otra, ese es el drama. Pensemos lateralmente y veremos que la solución al enredo es tan sencilla como aligerar a la UE de todo lo que no tenga que ver con su función primigenia. Más que de Brexit hablemos de Burocratexit. La UE seguirá existiendo pero sin ellos, que la parasitan a conciencia. A todos nos irá mejor, también a los británicos.
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