El tema es que Moncloa, que es lo mismo que decir Sorayoa, andaba necesitada esta semana de ruido en las portadas para ahogar en el silencio los estertores pedrosanchinos. Y nadie mejor que ella para proporcionarlo. De ella es el CNI, de ella son los editores y de ella es la voluntad de seguir en el machito. Al jefe se le ve agotado, acogotado y triste. Manda menos que un gitano en un juzgado. Hace tiempo que perdió el partido, un ente extraño y problemático que, para colmo, tiene las oficinas en el centro de Madrid, esa ciudad grande, hostil y llena de gente que Rajoy aborrece con todas sus fuerzas desde que puso por primera vez el pie aquí. Sus últimos cuatro años los ha dedicado al Gobierno… más o menos. El síndrome de la Moncloa ha afectado a todos sus inquilinos, cierto, pero a Rajoy más que a ninguno de ellos por su carácter huraño y su querencia a odiar reposadamente y a vengarse con saña. Eso desde el pazo monclovita, a tres prudentes kilómetros del Arco del Triunfo, se hace mejor que desde la plaza de Colón. Bien lo sabe Rato, bien lo sabe Cascos, bien lo sabe Aguirre, bien lo sabe Aznar.
Decapitada y colgada de una antena la vieja guardia aznarita los recambios para la catástrofe que se avecina son pocos y, más por miedo que otra cosa, cobardean detrás del coche oficial en espera de que alguien toque el silbato y lance la pelota al aire. Soraya los está viendo venir, y si nos los ve ya se encargan de decírselo, que para algo es la emperatriz de todos los espías. Los políticos mediocres, los que van ayunos de talento, de carisma, de ideas o de todo junto –como es el caso de Soraya– procuran no competir porque saben que ahí están perdidos. Y en esta limpia del campo propio es donde Panamá y Soria se han encontrado.
El discurso lacayuno y legitimador de la hiperfiscalidad que padecemos ha terminado contagiándose a los autores del mismoQue el ministro Soria, gallito de pelea sin espolones, petimetre isleño, bribonzuelo de regional preferente, tenga una sociedad en Panamá, en Jersey o en Sealand –aquella plataforma abandonada que los libertarios reclamaban como paraíso randiano–, es un asunto sin importancia siempre y cuando tenga el libro de matrícula en regla. Pero, ay, el discurso lacayuno y legitimador de la hiperfiscalidad que padecemos ha terminado contagiándose a los autores del mismo. De ahí que, cuando el lunes pasado saltó la noticia, su primera reacción fue negar la mayor. Luego tuvo que desdecirse y todo fue un carrusel de contradicciones hasta que le pidieron por favor que cerrase de una vez esa boquita que Aznar le dio. Cayó en la celada como lo que es, un jugador de ventaja que todo se lo debe a saberse colocar. Pero esta vez andaba el hombre descentrado, pésimamente situado entre la depredadora y su presa. Cualquier esperanza que albergase –que la albergaba, obviamente– de suceder a Rajoy se ha disipado por siempre jamás y ahora lo más que puede esperar es clemencia y algún comedero hasta que le llegue la hora de la jubilación.
Entretanto, y mientras la prensa da cuenta de los despojos del ministro, Soraya puede ir planeando el siguiente golpe, que será por la espalda y sin avisar. El aparato del Estado es suyo, y los medios también. El resto vendrá dado. O eso le han hecho creer.
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