martes, 9 de octubre de 2012

Salir del euro, “soberanía monetaria” y otras memeces


Cada día me encuentro más gente que te sale con la tontería esa de abandonar el euro como remedio milagroso para todos nuestros males. Unos te vienen con lo de la "soberanía monetaria" (sic), que es de una imbecilidad casi absoluta, porque soberanía monetaria es, precisamente, la que no tenemos desde que los políticos se apropiaron de la emisión de moneda obligando a nuestros antepasados a cambiar el oro por una basurilla fiduciaria condenada a la inflación perpetua. Otros salen con la cantinela repetida mil veces (y mil veces falsa) de que si pagásemos en pesetas seríamos más competitivos y así saldríamos de la crisis en un santiamén. Por último, y son los que más me encabronan, son los que echan una lagrimita asegurando que, claro, sin poder sobre la emisión estamos condenados a endeudarnos de por vida.

En fin, todo es mentira. Salir del euro sería una tragedia. Ya sabemos lo que es dar soberanía monetaria a unos tipejos como los políticos españoles. La peseta la dejaron hecha un cromo después de innumerables devaluaciones cuya única razón era que el Estado pudiese seguir gastando aun a costa de empobrecer a todo el mundo. Es algo de lo que nadie se acuerda, pero la peseta, nuestra querida peseta, esa monedita rubia con la cara del Rey cuando era joven, se devaluó nueve veces en 36 años.

Si, como lo oyen, nueve veces, de promedio una cada cuatro años. No es exagerado decir que la economía española ha ido creciendo a golpe de devaluación, de ahí que ahora que el Gobierno no puede aplicarla por decreto nos encontremos en este lamentable estado. Somos adictos a la devaluación y así nos luce el pelo.

Los más jóvenes, los niños burbuja criados con el catecismo de la logse y la PSP, dirán “claro, es que Franco era muy malo y devaluaba para pagar a los grises”. Pero no, el que más veces devaluó no fue Franco, que sólo lo hizo en dos ocasiones (1959 y 1967), sino Felipe González que se marcó cinco depreciaciones como cinco soles. La primera en 1982, nada más llegar al poder, dos en 1992 (septiembre y noviembre), otra en 1993 y la última en 1995, meses antes de abandonar para siempre la Moncloa. La otras dos devaluaciones hasta completar las nueve las decretaron Arias Navarro en 1976 y Suárez en 1977.

Bien, no veo necesario insistir en que esto es lo que nos esperaría según dejásemos el euro, una cadena de devaluaciones que nos depauperarían hasta extremos inimaginables. Los pesetófilos (entre los que se incluye mi colegui Sorayo Nadal) arguyen que eso impulsaría al sector de la exportación. Pero eso ya lo veremos en el siguiente punto.

Volver a la peseta implicaría automáticamente dos fenómenos que ya habíamos olvidado y que siempre van de la mano: devaluación e inflación. La primera no hace falta que me detenga demasiado en ella. Imaginemos que el Gobierno decide que la nueva peseta tiene una paridad 1-1, una peseta por cada euro. Quien ganase 1.000 euros pasaría a ganar 1.000 pesetas. El Gobierno podría crear cuantas pesetas quisiese para liquidar nóminas y subsidios estatales, para recapitalizar bancos, amortizar deuda o, simplemente, entregar el dinero que fuese oportuno para evitar que quebrasen las comunidades autónomas.

Devaluación, inflación y miseria

Hasta aquí todo correcto, durante unas horas viviríamos en el paraíso de los rajoyes, las chacones y los cayoslara, El problema vendría al día siguiente, cuando el mercado –malvadísimo como todos sabemos– recordase al Gobierno que, por más que se empeñe, una peseta no es igual a un euro, especialmente si el emisor de la primera ha encendido la imprenta y la tiene funcionando a toda pastilla. Pongámonos en el día 2 después del euro. Luis de Guindos con su calva reluciente, su bronce ibicenco y su maletín de ministro convoca a la prensa para comunicar a la nación que, a partir del día siguiente, un euro pasaría a valer no una peseta sino dos pesetas. A partir de aquí se habría desatado el pandemonio. Los tenedores de pesetas (o de activos denominados en pesetas) se encontrarían con que, de un día para otro, la mitad de su riqueza se ha esfumado. Son, exactamente, el doble de pobres.

La primera devaluación sería la espoleta para la inflación. Al valer menos la moneda, todos pediríamos más a cambio de los bienes o servicios que ofrecemos. El currante que cobraba mil euros ahora exigirá a su jefe que le pague dos mil, el café del bar pasaría de costar dos euros a costar cuatro, los billetes de tren, los de avión, la gasolina, el pan, los tomates y un larguísimo etcétera multiplicarían su precio por dos. Los productos importados se pondrían por las nubes. En solo unos meses, con un par de devaluaciones redentoras más, tener una lavadora Bosch, un Volkswagen Golf o un smartphone sería algo inalcanzable para el español medio. Sería lo más parecido a meterse en una máquina del tiempo y volver a los años sesenta.

Sorayo Nadal, que sé que tu jefe de prensa me lee, apúntatelo bien, pero con un marcador de CD encima de la muñeca para que no se te olvide, que tienes la memoria de un chorlito. Ah, y deja espacio porque mañana continuaré.

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