En España los retratos reales tienen algo de premonitorio. La familia de Felipe V de van Loo, por ejemplo, deslumbra a todo el que se pone delante. Está en El Prado, por si quieren acercarse a verla. La dinastía borbónica recién estrenada muestra sus poderes, sus numerosos vástagos y hasta el perrillo con el jugaban las infantas entre falsas columnatas corintias, paños de raso y músicos tocando el oboe desde un balconcillo que el pintor supo colocar en la parte superior del cuadro como quien no quiere la cosa. El futuro sonreía a la rama española de los Borbones. El reinado de Felipe V fue el más largo de la historia de España, casi medio siglo en el que la dinastía se consolidó y terminó fundiéndose con el paisaje, especialmente con el de los montes cercanos a Madrid y el de los lupanares de la Villa, porque a los Borbones siempre se les dio bastante mejor cazar y golfear que las cosas del Gobierno.
Un siglo más tarde Goya retrató a la familia de Carlos IV, felizmente reinante en la bisagra entre los siglos XVIII y XIX. El de Carlos IV y señora –que es quien ocupa el centro de la escena– es un retrato de interiores, ligeramente angustioso, más heredero de las Meninas que de las fastuosidades gabachas que van Loo se había traído de París. Carlos fue quizá el rey más bobo de toda la dinastía. Obsesionado con su colección de relojes y con pasarse el día metido en las cuadras de palacio, descuidó el Gobierno, que cayó en manos del amante de la reina, un garañón badajozano llamado Manuel Godoy. El pincel del aragonés es implacable con todos y cada uno de ellos salvo el pequeño infante Francisco de Paula, una ricura de niño que, años más tarde, desencadenaría el levantamiento de los madrileños contra la invasión francesa, cuando las tropas napoleónicas lo sacaron de Palacio para dejar sitio al hermano del emperador.
El certero retrato de Goya ya presagiaba algo así. De aquella familia de lerdos no podía salir nada bueno y, claro, no salió. Nueve años después de terminar el cuadro el monarca abdicó en su heredero –Fernando VII, situado en lado izquierdo– y éste en Napoleón. Y ahí se quedó todo hasta que los españoles con la generosa ayuda de Wellington y su majestad británica recuperaron el reino para sus legítimos propietarios, los del cuadro, completamente descompuesto por el tiempo solo unos pocos años después de ser pintado.
Esta obra maestra le llevó a Goya un año de trabajo y no veinte como ha tardado Antonio López en hacer lo propio con el retrato de Juan Carlos I y familia. Decía Karina Sainz Borgo el otro día en estas mismas páginas que se le antojaba una naturaleza muerta, y tiene razón. A tal rey, tal reino y a tal reino tal retrato real. Sus antepasados no cayeron en el error. Ni a Fernando VII, ni a Isabel II ni a ninguno de los dos Alfonsos les dio por encargar un retrato familiar. Tal vez sabían de la maldición y no quisieron tentar a la suerte.
El de López es, a pesar de todo, un gran retrato, precisamente por eso hay que preocuparse. Es un retrato real demasiado real. El rey, la reina y sus hijos parecen espectros que vienen a visitarnos desde otra época, nos miran fijamente a los ojos desde aquella edad de oro del felipense tardío en la que el rey Juan Carlos y su régimen se creyeron eternos. No es mala la metáfora de Sainz Borgo al comparar el retrato real con la “Nevera nueva” del mismo autor. Idéntica sensación de familiar melancolía invade al que lo mira. No han pasado veinte años sino veinte siglos. Esa familia ya no existe y el país sobre el que reinaban tampoco. Pero no seamos mal pensados, quizá esta vez la suerte nos acompañe y Felipe VI no se nos fernandoseptimice. Hagamos votos por ello. No estoy seguro de que pudiésemos aguantar dos cretinos de la misma calaña.
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