Porque el Estado carece de legitimidad para prohibir a un propietario trabajar cuándo y cómo él crea preciso. Un comercio, ya sea grande o pequeño, implica la asunción de un riesgo individual. El genuino emprendedor ni recibe ni espera ayuda de nadie más allá que de sus propios clientes, a quienes trata de servir. En el caso del comercio y la hostelería el mejor servicio que se puede ofrecer a la clientela es tener el establecimiento abierto.
No es el Estado el que arriesga su dinero, sino el emprendedor. Es absurdo y propio de países dictatoriales que los legisladores, que no han arriesgado un céntimo en su vida, se arroguen la capacidad de decidir cuándo el comerciante puede producir. De igual manera que sería impensable que el Gobierno se metiese en los horarios de una fábrica o una oficina, también debería serlo que lo haga en los de un comercio.
Porque los consumidores ganan. Los horarios de compra no deberían venir marcados por el capricho de un burócrata o por las presiones de los competidores ineficientes, sino por los propios consumidores. Son estos, y nadie más, quienes deciden cuándo acuden a hacer compras. Obligar a los comerciantes a cerrar sus tiendas es, por lo tanto un inexplicable atentado contra la libertad de comercio.
Los consumidores quieren comprar todos los días del año, y sirvan como muestra los buenos resultados de los domingos y festivos “de permiso” en comunidades como la de Madrid. La liberalización parcial no se ha traducido, como argumentan los críticos, en un “desierto comercial”, sino todo lo contrario. Madrid tiene más actividad comercial que nunca, hasta el punto de que sus tiendas y restaurantes se han convertido en uno de los principales activos económicos de la ciudad y en una fuente de riqueza ineludible para la economía local. En el otro extremo se sitúan las comunidades más restrictivas con los horarios, lugares donde domingos y festivos las calles de las ciudades devienen auténticos desiertos urbanos.
Porque favorece la actividad económica. El sector del comercio es especialmente dinámico en un país como el nuestro. No es casualidad que las ciudades más comerciales sean, a su vez, las más prósperas de España. El comercio minorista es de capital importancia en la economía de áreas turísticas y grandes ciudades. España es un país turístico con una tasa de urbanización que supera el 80%. Poner trabas al comercio es ponérselas al desarrollo económico, un lujo que, en estos momentos de zozobra, no podemos permitirnos.
Porque premia el esfuerzo y penaliza la pereza. Las leyes de limitación de horarios comerciales nacen de la presión de competidores ineficientes para castigar a los eficientes. Un país que perpetra semejante “crimen”, típico, por lo demás, de los regímenes totalitarios de corte comunista, va directo al abismo. Es el empresario y no el burócrata quien asigna los factores para hacer rentable un negocio y, con ello, beneficiar a toda la sociedad.
Así, para muchos empresarios dedicados al comercio minorista uno de los factores de diferenciación fundamentales es la disponibilidad, de la misma manera que para otros será el inventario, la especialización o la atención personal. Es el dueño del comercio quien debería decidir qué tipo de negocio quiere regentar en función de la demanda, y no de las arbitrarias decisiones de un político o, peor aún, de un competidor incapaz pero con capacidad de presión para imponer su voluntad.
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