Nunca antes en ningún momento de la Historia se habían pagado tantos impuestos como ahora. El europeo medio trabaja, de promedio, la mitad del año para alimentar los cuantiosos y crecientes dispendios del leviatán estatal.
A cambio, recibe algunos servicios que, o no demanda en absoluto, o sí demanda pero procura satisfacerlos en otra parte. Así nos encontramos con una paradoja. El grueso de los que mantienen vía impuestos el monstruito no recibe nada o casi nada, y, lo que es mejor, tampoco lo busca.
El sistema se basa en eso mismo. Los más productivos, los que más se esfuerzan durante más tiempo financian un aparato gigantesco que redistribuye cantidades masivas de renta hacia los menos productivos y los que menos se esfuerzan. Entre medias se queda buena parte de esa riqueza con objeto de lubricar el funcionamiento del propio monstruito. Nos encontramos, pues, ante un incentivo perverso cuyo corolario final es la quiebra del sistema, después de que se haya esquilmado concienzudamente a todos y cada uno de los yacimientos de riqueza que un país tiene.
Los impuestos, que en una pequeña cuantía (nunca superior al 5% de los ingresos anuales de un individuo o una empresa) son necesarios, se convierten de esta manera en una maldición que condena a toda la sociedad a un colapso seguro. Primero porque incentiva malos hábitos, convirtiendo a buena parte de la sociedad en cliente del redistribuidor, es decir, del político. Y segundo porque desincentiva la generación de riqueza. Nadie en su sano juicio emprende un proyecto productivo en un lugar con altos impuestos pudiéndolo hacer en uno que los tenga bajos.
La disyuntiva es clara. O bajos impuestos que traerán desarrollo y prosperidad o altos impuestos y su reguero de servidumbre y miseria. Nosotros elegimos.
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