Las razones por las que nuestra economía genera pocos puestos de trabajo son múltiples. Influye el grado de capitalización del país, que es inferior al de otros países desarrollados. También la tradicional vulnerabilidad de las empresas españolas: pequeñas, poco competitivas en el mercado global y enfocadas en su mayoría al mercado interno, por lo que, en cuanto éste estornuda, muchas se ven condenadas a la quiebra. Aunque es cierto que, durante la última década, han nacido un puñado de multinacionales españolas, no son suficientes para un país del tamaño del nuestro, con 47 millones de habitantes y un PIB que lo coloca entre las 15 principales economías del planeta. En España, para colmo de males, se emprende poco. Por razones culturales, pero también administrativas. El empresario, piedra filosofal de una economía libre tiene que pasar un calvario administrativo y no tiene buena imagen social.
Con todo, el principal obstáculo para la creación de empleo en España no son las empresas, sino la legislación. Nuestro mercado laboral es de los más rígidos del mundo. Contratar un trabajador conlleva un gasto considerable, multitud de trabas administrativas y supone un vínculo difícil de romper por parte del empleador. Las relaciones laborales en España están muy sindicalizadas mediante convenios colectivos que firman unos cuantos sindicalistas y unos cuantos empresarios en nombre de todos los trabajadores y todos los empresarios del sector en cuestión. Estos convenios, generalmente alejados de la realidad concreta de la empresa concreta, son auténticos fabricantes de parados.
El trabajo, que no deja de ser, a fin de cuentas, un factor más en el proceso productivo, se sobreprotege activamente desde las administraciones públicas y la propia legislación. Esta sobreprotección ha obrado lo contrario de lo que pretendía. En lugar de garantizar un puesto de trabajo bien remunerado para todos, ha conseguido que en España se trabaje poco y mal o, directamente, que no se trabaje en absoluto. Las mal llamadas “conquistas sociales” del trabajador, cifradas en privilegios sin cuento para la casta sindical, los empleados públicos y los contratos indefinidos de larga duración, han dejado al resto de trabajadores expuestos al mercado informal (en el que no hay ningún tipo de derecho y todo desafuero tiene cabida) o al desempleo eterno.
La reforma laboral es, por lo tanto, una urgencia si queremos dejar de liderar la Champions League del desempleo. Ante un hecho tan evidente, en el que parecen coincidir casi todos, pueden ir poniéndose parches como se ha hecho hasta ahora o abordar el problema de raíz. Debería empezarse por suprimir el salario mínimo, que perjudica a los menos productivos condenándoles a emplearse en la economía sumergida. Porque, aunque parezca mentira, nuestra legislación a quien más perjudica es a los más débiles: los jóvenes y los menos adiestrados, que no pueden utilizar el salario como arma de negociación. Se debería, a renglón seguido, poner fin a los convenios colectivos de curso obligatorio, un resabio del fascismo corporativo que no tiene cabida en una economía libre que aspira a competir en el mundo. Los convenios no favorecen a los trabajadores, sino a quienes los firman. En el camino se dejan un buen número de parados. Los convenios tienen, además, la peculiaridad de penalizar el esfuerzo y premiar la pereza. Es difícil encontrar algo bueno en ese desfasado marco de relaciones laborales.
Con estas dos reformas el mercado laboral se reanimaría a ojos vista. Luego, si lo que se pretende es que en España se trabaje, el Gobierno no haría mal en rebajar sustancialmente las “cargas laborales” de los trabajadores y liberalizar el despido. Lo primero dejaría más dinero en el bolsillo de los trabajadores y abarataría el coste del factor para los empleadores, lo segundo acabaría de un plumazo con el miedo cerval que los españoles tienen a perder su empleo, simplemente porque sería mucho más fácil encontrar otro nuevo.
Desempleo siempre va a existir, el problema es que en nuestro país ese desempleo es estructural y de larga duración. La relación entre trabajadores y los empresarios viene dictada contractualmente desde arriba, lo que degenera en desconfianza y envenenamiento sistemático, del que se derivan males como el presentismo, las intrigas, los chantajes o las jornadas laborales agotadoras. Un círculo vicioso que sólo una política laboral inspirada en la libre contratación bajo el imperio de la Ley, puede romper.
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