viernes, 13 de enero de 2012

El contrato de crisis y la crisis del contrato

A estas alturas, y aunque haya cinco millones y pico de desempleados, todavía andan los así llamados agentes sociales mareando la perdiz sobre la reforma (o no) del mercado laboral. La última que se les ha ocurrido es crear una variedad de contrato laboral que se llame o, mejor dicho, que se apellide, “contrato de crisis”. Sin entrar en más detalles, ese contrato vendría a ser el mismo que el actual pero reduciendo la indemnización, de los 45 días actuales a menos de 20.

Algo así abarataría sustancialmente el despido pero no conseguiría que se creasen demasiados puestos de trabajo. Es más, probablemente, y si lo hacen con carácter retroactivo, pondría a mucha gente en la calle, especialmente a los más improductivos pero que llevan más tiempo en las empresas. Los jóvenes podrían encontrar empleo algo más fácilmente porque al empresario le costaría menos rescindir sus contratos cuando las cosas vengan mal dadas. De esa manera se compensarían unos con los otros y asunto resuelto, la EPA seguiría arrojando los números actuales que hacen materialmente imposible que se salga de la crisis ni en dos años, ni en tres ni en cincuenta.


El coste de un trabajador es mucho más que la indemnización que proceda liquidarle en caso de despido. La indemnización, a la larga, lo único que decide es quien, dentro de una empresa, sale antes por la puerta en el caso de un expediente de regulación de empleo. Porque, no nos engañemos, despedir es barato si el trabajador lleva poco tiempo, pero carísimo si ha pasado media vida en la empresa. Al final, lo que un empresario calcula cuando va a contratar a alguien no es la indemnización que tendrá que pagar si despide a ese alguien, sino los costes “sociales” que el alguien en cuestión lleva aparejado.

Pongamos un ejemplo. Un empresario cualquiera tiene necesidad de emplear a un trabajador para una tarea concreta. Dispone de 18.500 euros al año para remunerar ese factor, es decir unos 1.300 euros brutos mensuales en 14 pagas. Pero cuando empieza a recibir a candidatos para entrevistarles no les dice que el sueldo serán 1.300 euros, sino mucho menos, poco más de 800 los que se llevará calentitos a casa.

De este modo, el trabajador, que no ve ni de lejos los 18.500 euros que el empresario ha asignado para su puesto, piensa que él produce por valor de 800 euros y no de 1.300… y luego, claro, se queja porque le exigen más de lo que él considera justo por la cantidad de dinero que recibe. Los 500 euros de diferencia se han quedado en un limbo que el empresario conoce muy bien, pero que el trabajador ni ve, ni oye, ni huele, ni siente. Esto es así porque, antes de recibir la primera nómina, un funcionario (o varios) entran a saco en ella y le empiezan a hacer recortes.

Para empezar a la Seguridad Social se va a ir el 23%, a la mutua de accidentes de trabajo el 1%, a la cotización por desempleo el 6%, al fondo de garantía salarial el 0,4%, y a la “formación” un 0,6%. En total algo más de un 30% del salario anual que el Estado escamotea por la espalda del trabajador. Va de la mano del empresario a la del Gobierno sin que el trabajador se entere. Así, de los 18.500 euros en los que la parte contratante había valorado el puesto, la parte contratada solo ve unos 11.300. Y ahí viene el cabreo, porque vivir con 11.300 euros al año es francamente complicado, y no digamos ya ahorrar o hacer planes de futuro. El culpable oficial de esta dramática historia es, adivínelo, sí, exactamente, el empresario.

Si los costes “sociales” no existiesen este hipotético trabajador dispondría de 500 euros más al mes, ojo, 500 euros no es ninguna tontería, es más de la mitad del líquido que percibe mensualmente. Con ese dinero podría contratarse un seguro médico por su cuenta, un plan de pensiones, ir ahorrando por si se queda en el paro, o apuntarse a una academia de inglés reforzado dos veces por semana con clases de alemán para los negocios y chino mandarín. Y aún así le quedaría dinero. Además, la parte que destinase al plan de pensiones y al ahorro la capitalizaría, es decir, que podría, si lo necesita, rescatarla en un futuro con sus preceptivos intereses.

También podría suceder que nuestro trabajador fuese un inconsciente y quisiese gastar rumbosamente los 500 euros en el casino, en clubs de alterne o en irse a tomar el sol a Canarias el último fin de semana de cada mes. Sería, obviamente, un asunto de su de su entera incumbencia en el que nadie, a excepción de su familia y amigos, puede inmiscuirse. La libertad implica responsabilidad.

Bien, concluyendo, hasta que no se acabe con los mal llamados “costes sociales”, nuestro mercado laboral seguirá enfermo y coleccionaremos parados en los tiempos malos y empleos mal pagados en los buenos (empleoss precarioss, que dicen los perroflautas). Esto sí que es una verdad incómoda, y no lo de Al Gore.

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