lunes, 29 de marzo de 2010

¿Quiénse son los enemigos de la naturaleza?

En el Medievo no había luz eléctrica. El personal que podía permitírselo se iluminaba de aquella manera con antorchas impregnadas en brea, para el resto de los mortales reinaba la más absoluta y penetrante oscuridad del ocaso al alba. Por aquella misma época y hasta que llegamos a dominar a nuestro antojo la electricidad, la única fuente de energía barata y abundante era quemar los bosques. Las chozas, los palacios y las abadías se calentaban con ellos, tal vez por eso en francés a la leña se la llama “bois de feu”, literalmente, bosque de fuego.

Era aquel un mundo más que insostenible, insufrible, al menos para nuestra especie. La agricultura primitiva roturaba campos hasta los márgenes mismos de la eficiencia, las ciudades se levantaban con paja y madera, en los ríos se echaba de todo y luego, sin depurar, se bebía de ellos. Los niños trabajaban de sol a sol y la mayoría moría de alguna enfermedad antes de cumplir un año. Nuestros antepasados vivían poco y envueltos en sufrimientos con los que, según pensaban, se saldaba el pecado primero. Un caldo idóneo para que monjes fanáticos pescasen desdichadas almas para las que el fin de el mundo siempre estaba cercano.

Ese y no otro era el mundo anterior al capitalismo, el mismo al que el movimiento ecologista nos quiere devolver a latigazos. Piden que apaguemos las luces, que no cojamos el coche, el avión o el tren, que nos quedemos en casa helados; que no tengamos hijos porque, ¡ay!, cada niño deja una insoportable huella ecológica; que, bajo ningún concepto, comamos carne o pescado, que con un ramillete de perejil cultivado en una maceta será suficiente para sobrellevar este valle de lágrimas. Y todo para aplacar la ira de la Madre Tierra, una diosa que acaban de inventarse y que, según dicen, anda enfadadísima porque hemos cometido el indecente pecado de desafiarla.

Y, efectivamente, el ser humano ha desafiado a la naturaleza y nueve de cada diez veces ha vencido sus designios. Por ella habríamos de vivir subidos a un árbol y ser pasto de los depredadores. Pero no, nuestra infinita capacidad de inventar ha hecho posible que usted, en lugar de andar buscando un gusano que echarse a la boca en medio de una sabana achicharrante, esté aquí, cómodamente leyendo el periódico con la tripa llena, la comida de mañana resuelta y la conciencia tranquila. Precisamente por eso, porque ya lo tiene todo hecho, aprecia más que nadie el rozagante bosquecillo de su pueblo o que el agua del río baje libre de polvo y paja.

Aunque no lo sepa, usted, habitante de un país del primer mundo, es el principal defensor del medioambiente, que, por lo demás, anda sobrado de enemigos. El primero y más letal es la pobreza antigua, la del medievo. El segundo es el ecologismo, esa perversa ideología antihumana que pretende transportarnos por la fuerza a tiempos pasados, necesariamente más infelices y, sobre todo, implacables con el medio natural.

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