A las 9 horas 28 minutos de la mañana del 20 de diciembre de 1973, en la céntrica calle Claudio Coello de Madrid, el coche oficial de Luis Carrero Blanco, almirante de la Armada y presidente del Gobierno, un Dodge Dart 3700 GT negro, voló 35 metros, hasta posarse en la terraza de la iglesia de San Francisco de Borja.
Manuel Solís, un padre jesuita que estaba desayunando un café con leche en el comedor, oyó un ruido sordo y repentino, al que le siguió el silencio. Casi en el mismo momento, otro religioso, el padre Jiménez Berzal, salió a la terraza, observó el amasijo de hierros en el que se había transformado el Dodge y administró la extremaunción a sus ocupantes.
Poco después, una unidad de bomberos subió hasta la terraza y rescató los cuerpos sin vida del presidente y de su escolta, el policía Juan Antonio Bueno. El chófer, José Luis Pérez Morena, aún agonizaba. Moriría a las pocas horas en la Ciudad Sanitaria Francisco Franco, hoy Hospital Gregorio Marañón.
Dos semanas después se dictó acto de procesamiento contra Pedro Ignacio Pérez Beótegui, alias Wilson; José Ignacio Abaitúa Gomeza, alias Markin; José Miguel Beñarán Ordeñana, alias Argala; José María Larreátegui Cuadra, alias Atxulo; Juan Bautista Izaguirre, alias Zigor; José Antonio Urruticoechea Bengochea, alias Josu Ternera, y José Félix Azurmendi Badiola, sin alias conocido. Componían el llamado Comado Txiquia de la banda terrorista ETA.
Pronto se conoció hasta el detalle más insignificante del atentado que había puesto, por primera vez en 34 años, al franquismo en jaque. Sólo unos meses después del atentado, un activista de la banda, Julen Aguirre, lo contaba todo en un libro publicado en París: Operación Ogro. Cómo y por qué ejecutamos a Carrero Blanco.
El de Carrero Blanco es el magnicidio del que más sabemos. La hora exacta, el lugar, el motivo de la muerte, las identidades de los asesinos... Por saber, hasta sabemos todos los porqués de los asesinos. Los etarras querían mostrar su poderío a un régimen decadente eliminando a uno de sus símbolos. Sin Carrero, el dictador se veía privado de su predilecto, de su sucesor, del hombre que perpetuaría el sistema nacido el 18 de julio de 1936.
Creemos saberlo todo, pero lo cierto es que podríamos no saber nada, o, simplemente, conocer al milímetro la parte forense del crimen, la que los etarras tuvieron a bien contarnos, y desconocer por completo el resto.
Parece obvio que fueron los matarifes de la ETA los responsables de la logística, los que excavaron la galería bajo la calle Claudio Coello y los que apretaron el botón. Ahora bien, sobre una versión oficial de los hechos impecable desde el punto de vista formal, se amontonan las preguntas: ¿quién estaba detrás de la muerte del almirante? Y, sobre todo, ¿cómo pudo un comando etarra preparar un atentado durante más de año y medio en el mismo centro de Madrid, a una manzana de la casa de Carrero y a dos de la embajada de Estados Unidos?
Se sabe que ya en 1972 las autoridades esperaban un golpe de la ETA en Madrid. La Guardia Civil hasta había elaborado un informe con nombres y datos. El propio Carrero tuvo acceso a ese informe, que le había enviado personalmente el director general de la Benemérita, Carlos Iniesta Cano, pero lo archivó sin darle mayor importancia. Lógico: en 1972 la ETA era aún una banda semidesconocida con apenas cuatro víctimas mortales en su haber y ningún gran atentado. En principio, no constituía un enemigo temible, y mucho menos una organización capaz de sembrar el terror en la capital.
La ETA desplazó a Madrid hasta 20 activistas para la preparación del magnicidio. Alquilaron un piso franco y compraron el semisótano desde el que excavaron el túnel donde finalmente colocaron los explosivos. No sólo eso: adquirieron un coche, un Austin 1300, con un DNI falso para transportar materiales por la ciudad y llegarse a la sierra a hacer prácticas de tiro. Trabajaron durante meses a un metro de la superficie, en una finca cuyo portero era policía. Pero nadie notó nada, a pesar de que ese barrio era, y sigue siendo, una zona residencial donde los vecinos se conocen y chismorrean sobre las novedades, especialmente cuando tienen que ver con malos olores como los que salían de la improvisada galería excavada bajo el asfalto.
Poco antes del atentado, el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, había estado en Madrid. Mantuvo una reunión con Carrero y visitó la embajada de su país, en el número 75 de la calle Serrano, a apenas 10 minutos andando del semisótano donde el Comando Txiquia ultimaba los preparativos para liquidar al presidente.
Es de suponer que los servicios de seguridad americanos hicieron un barrido de la zona para evitar posibles atentados, y más en una época –la guerra de Vietnam acababa de terminar– en la que Kissinger no era bien recibido en casi ningún sitio.
Ni el portero, ni los americanos, ni el ministro del Interior, Carlos Arias Navarro, que acabó sucediendo a Carrero en la Presidencia del Gobierno, se enteraron de nada. Da que pensar. Después del atentado, el escritor José Luis de Vilallonga se puso a investigar para escribir un libro sobre los enigmas no resueltos de la Operación Ogro. Enterado su editor del proyecto, recibió una llamada del Ministerio de Interior francés en su domicilio parisino en la que se le rogaba que lo abandonase.
Otros lo intentaron, pero acabaron dejándolo por imposible. El entonces fiscal del Supremo, Fernando Herrero Tejedor, abrió una investigación; poco después, Arias le nombró ministro, y a los tres meses falleció en un accidente de tráfico. De las pesquisas del fiscal, si es que las hubo, nunca más se supo. La muerte de Herrero puso el punto final al asunto, sobre el que se asentó una espesa nube de humo que sigue sin dejar ver nada.
Aparentemente, Carrero no tenía enemigos encarnizados dentro del Régimen: era un hombre del Caudillo, su heredero, alejado de las disputas palaciegas. Su perfil, sin embargo, no se ajustaba a ninguno de los posibles escenarios de futuro que ya se dibujaban en 1973, con un Franco octogenario y debilitado. No era amigo de los falangistas, ni de los suaves ni de los del búnker, pero tampoco tenía afinidad alguna con los aperturistas ni con la mayor parte de los monárquicos. Era, en suma, un personaje incómodo metido en años, leal a su causa e incorruptible. Quizá por eso le quitaron de en medio.
Dicen que alguien, no se sabe quién, cómo ni dónde, pagó a la ETA 50 millones de pesetas por su impecable ejecución del atentado. Un misterio más que añadir a los muchos que rodean un asesinato que cambió el rumbo de la historia de España pero del que jamás conoceremos todas sus circunstancias.
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