Ahora que ha arrancado en España la campaña para el referéndum sobre la Constitución europea lo suyo es pararse un momento y dedicar al menos un minuto a reflexionar sobre la inmensa farsa que nos está tocando vivir. Decía Zapatero el otro día frente a una multitud lobotomizada que si votamos favorablemente al engendro no habrá ni guerras ni dictaduras. Hace falta ser simple, mentecato y malvado. Es decir, que si se nos ocurre votar que no, simplemente porque no nos gusta la Constitución, porque no nos gusta él o porque no nos da la gana levantarnos de la cama el día 20, que es domingo, estaremos promoviendo la guerra y preparando la antesala de una dictadura. A ZP, que es un lince en esto del mitineo cutre, quizá eso le parezca normal. Identificar lo que él defiende con la democracia y la paz y cargar a los que se oponen con la guerra y la dictadura es el ejemplo vivo de dónde ha quedado el debate sobre la Constitución y cuál es el futuro que nos espera a los que osemos oponernos en público.
En el periodo de entreguerras, politicastros del mismo estilo de los que menudean ahora por la Moncloa llegaron al extremo de declarar la guerra ilegal. El resultado fue que, unos años después, alemanes y soviéticos llegaron a un acuerdo para despedazar Polonia y se armó la que todos sabemos, con los consabidos seis millones incluidos en el paquete. Nadie se planteó entonces que los golpes en el pecho y las buenas intenciones sirven de poco. Ahora estamos en las mismas. El sablazo constitucional que nos quieren meter entre la sexta y la flotante es no sólo el remedo de aquellas soflamas pacifistas que se estilaban en los años veinte, sino también un disparate que consagra para siempre lo peor de la Europa burocrática e improductiva nacida en Roma hace casi medio siglo.
Aparte de un tostón largo e indigesto hasta para el más curtido constitucionalista, el texto es un destilado selecto de todo lo que los liberales siempre hemos aborrecido de la Europa comunitaria. Bendice el papel de los Estados, especialmente de los más grandes e intervencionistas, glorifica el gasto público y lleva a su máxima expresión el cuento de los derechos positivos. A modo de ejemplo, la Constitución española reconoce en uno de sus artículos el derecho a la vivienda, y eso está sirviendo de coartada para que muchos exijan al Estado que les regale una, o que se la venda a buen precio, o para que algunos, tirando por el camino de en medio, ocupen los inmuebles que crean más atractivos para sus fines. A fin de cuentas es un derecho, y los derechos están ahí para ejercerlos. La Constitución europea abunda en este tipo de pantomimas y, además, es perfectamente reformable para incluir unas cuantas más. Hace no mucho tiempo se discutió en el Parlamento de Cataluña si era procedente o no que el derecho a ser feliz formase parte del nuevo Estatuto. A la izquierda le pareció una idea estupenda pero, en rigor, ¿Con qué instrumentos cuenta el Estado para que seamos todos felices?, y si no lo somos, ¿qué hacemos?, ¿demandamos al ministro de Felicidad Pública?
Lo peor no son sin embargo las 325 páginas del Tratado, ni el hecho de que perpetúe para los restos a una burocracia estúpida que legisla sin parar, lo peor es la factura de todo esto que nos va a tocar pagarla a todos, a todos los que no vivimos del Estado y que, caprichosamente, nos dejamos la piel cada mes para mantenerlo en funcionamiento. Cada eurodiputado nos sale por un pico entre salario, dietas, alojamiento y billetitos de avión. Los plenos del Parlamento de Estrasburgo son un monumento al derroche y a la autocomplacencia porque en ellos no se decide nada, se habla y se habla en no sé cuantas lenguas diferentes para cuadrar un presupuesto a fin de año que consiste en gastar sin medida. Y todo para que nos sintamos más europeos que nadie. De risa, y al que se le ocurra discrepar es que no es demócrata, y, lo peor de todo, que no es europeísta. Hacen bien los suizos y los noruegos en no serlo en absoluto manteniéndose al margen de semejante merienda de negros.
Llegados a este extremo lo único serio que cabe hacer es quedarse en casa o acercarse al colegio electoral a votar no y aprovechar el paseo para decirle al interventor del PSOE que se vayan a robar a Sierra Morena pero que, al menos, no lo hagan con nuestro voto.
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