Corría el año 54 de nuestra era y el Imperio Romano se encontraba en el apogeo de su esplendor. El emperador Claudio, máximo pontífice y jefe de los ejércitos, se disponía, en la soledad de una de las cámaras de Palacio, a cenar un plato de setas, su manjar predilecto. La emperatriz Agripina le miraba de lejos, aguantando la respiración y esperando que los efectos de la letal amanita phalloides hiciesen efecto. Al terminar, Claudio se retiró a su alcoba con un fuerte dolor de estómago.
Pidió a un esclavo que le suministrase una pluma de ave para vomitar, pero Agripina lo tenía todo preparado: la pluma iba convenientemente emponzoñada, y así selló el fin de uno de los emperadores romanos que con más desigual fortuna han pasado a la historia.
La muerte de Claudio no sería ni la primera ni la última provocada por el veneno, una sutil arma política que ha sido utilizada desde los tiempos más remotos para eliminar rivales políticos, cambiar regímenes y resolver conflictos dinásticos. Y todo con una impunidad casi absoluta. La lista de los que han sucumbido ante la ponzoña es interminable: emperadores como Claudio o Napoleón, Papas como Clemente VII o Alejandro VI, faraones como Tutankamon, reyes como Ciro el grande o incómodos filósofos como Séneca forman parte de esa selecta nómina de grandes hombres que han descendido a la fosa tras probar un amargo sorbo de veneno.
El hecho es que hasta bien entrado el siglo XIX quien moría envenenado moría sin más, porque era imposible detectar sustancias tóxicas en los cadáveres. Si algún príncipe o un ministro caído en desgracia moría en extrañas circunstancias los rumores circulaban, pero poco podía hacerse, pues no había modo de demostrar el magnicidio y, mucho menos, de cargárselo a alguien. No en balde, una obsesión recurrente de los reyes de tiempos pasados era contar con un probador entre sus asistentes de cámara. El emperador Nerón lo llevó al extremo. Aparte de una legión de esclavos probadores de alimentos, disponía de un médico, Andrómaco, que le preparaba antídotos y de una experta en brebajes venenosos, la anciana Locusta, que, caprichosamente, había sido la responsable del envenenamiento de su padre adoptivo.
Locusta fue quizá la primera toxicóloga: experimentaba con sustancias, y se hizo tan famosa en la Roma del siglo I que el patriciado de la Ciudad Eterna se rifaba sus servicios. Otra italiana, Lucrecia Borgia, recogió el testigo de Locusta siglos más tarde. La influyente dama renacentista se especializó en eliminar a los contrincantes de su ilustre linaje, que eran muy numerosos. Para ello encargó a un orfebre un curioso anillo, que iba equipado una cápsula superior donde depositaba la ponzoña. Aprovechando su condición femenina y sus encantos vertía el veneno en copas de vino que fulminaban al desafortunado comensal en pocos minutos.
El Renacimiento fue, para el veneno, una era dorada en todas las cortes europeas. En Francia Catalina de Medici dio el pasaporte al delfín de Francisco I y a Juana de Navarra. Al final Catalina terminó, sin quererlo, envenenando a su propio hijo. La Medici envenenó las páginas de un libro destinado a su yerno, Enrique IV, pero que leyó primero su hijo Carlos. El infante falleció y Catalina recogió finalmente lo que durante largo tiempo había sembrado en sus intrigas parisinas.
Pero a envenenadora nadie gana a Marie Madeleine d’Aubray, marquesa de Brinvilliers, que se convirtió en la primera envenenadora en serie de la historia. Comenzó administrando un filtro tóxico a su propio padre por despecho, pero le cogió gusto. Pasaba horas ensayando bebedizos que testaba en sus criados, se desplazaba a los hospitales para dar el remate a los enfermos con curiosas pócimas que, las más de las veces, lo único que proporcionaban eran agonías sin fin antes de la inevitable muerte.
El florón a su carrera criminal lo puso al acabar con la vida, veneno mediante, de su hija y de sus dos hermanos. Las autoridades empezaron a sospechar y estrecharon el cerco, hasta que fue detenida en Lieja en 1676, pocas horas antes de que los tercios españoles entrasen en la ciudad, lo que la hubiese permitido confundirse entre la multitud y escapar impune. La marquesa de Brinvilliers se merece un lugar de privilegio en la historia del crimen, y acaso una película sobre sus correrías palaciegas.
El médico alemán Paracelso, el primer estudioso de la toxicología, dejó escrito en el siglo XVI: “Todo es veneno y nada es veneno, la dosis sola hace el veneno”. A eso se aplicaron los envenenadores contemporáneos. Según se desprende de un estudio reciente del ADN de Napoleón Bonaparte, el emperador no murió de cáncer sino envenenado lentamente.
Un siglo más tarde Rasputín, un monje tan maniobrero como influyente en la corte del zar Nicolás II, fue invitado al palacio del príncipe Yusupov para tener una cita amorosa con una joven dama de la corte, pero las intenciones del príncipe eran otras. Le ofreció una copa tras otra de vino envenenado mientras esperaba a la amante; el monje, sin embargo, mostraba una resistencia inhumana a la ponzoña. Los conjurados, al ver que Rasputín no terminaba de morir, recurrieron al siempre resolutivo revólver, un método más habitual entre los hombres. El cadáver de Rasputín fue después arrojado al Neva con una carga tal de veneno y de balas que hubiese liquidado a un regimiento entero.
Indudable heredero de los que trataron de envenenar en vano a Rasputín fue un curioso personaje de la Unión Soviética de Stalin, Grigori Mayranovski, también conocido como El profesor Veneno. Sembró el pánico en la corte del zar rojo innovando en la materia. Enviaba cartas a los disidentes del régimen; éstos, al abrirlas, se intoxicaban con el veneno que Mayranovski había impregnado en ellas.
Los nazis, que asesinaron a millones de personas gaseándolas con el mortal Zyklon B, se rindieron al poder de la ponzoña, y dos de sus más distinguidos líderes: Hermann Göring y Heinrich Himmler, se administraron sendas cápsulas de veneno antes de que los aliados les diesen matarile.
Joseph Goebbels fue más lejos: asediado en el búnker berlinés junto a su führer, envenenó a sus seis hijos en una de las estancias. Para él reservó una muerte más convencional: se sacudió un certero balazo en la sien que, es de suponer, lo dejó en el sitio.
En nuestro mundo, envenenar a alguien se ha convertido en algo más complicado. Las autopsias lo desvelan casi todo, y los avances de la ciencia en la investigación policial han hecho del oficio de envenenador algo más arriesgado o, al menos, no tan abiertamente impune. Los magnicidios, antaño tan ligados a oscuras tramas palaciegas, hoy se despachan con un francotirador que tenga buena puntería o con métodos más ruidosos pero igualmente expeditivos, como los coches-bomba.
Quizá por eso el caso de Víctor Yuschenko, el presidente de Ucrania, nos ha llamado tanto la atención: agentes secretos de la antigua KGB envenenando la sopa del entonces líder opositor durante una cena, el aspecto deplorable en que quedó la cara del candidato y una revuelta popular, de color naranja, que mantuvo en vilo al país durante un mes. Una historia digna de James Bond a la que no le ha faltado ni el final feliz.
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