Lo reconozco, le debo el hallazgo a mi amigo y compañero de periódico y de fatigas Pablo Molina, que es un murciano de armas tomar cuyo acerado ingenio no deja ni de sorprenderme ni de hacerme reír. En el Cuaderno de Bitácora que mantiene en la red bajo el agudo título de “La caverna neoliberal“ publicaba ayer una entrevista al autor de otra página no menos curiosa e hilarante, el weblog Progres, una parodia de la SER que hace las delicias de cualquiera que esté hasta las narices de las trolas y bravuconadas de esa cadena de radio.
Perdido entre las preguntas y después de haberme reído un buen rato descubrí que Pablo proponía al entrevistado la creación de una tasa cultural similar a la que cierto grupo antisistema auspicia para los mercados financieros. La ideada por Pablo vendría a llamarse Tasa Almodóvar e iría destinada íntegramente a la cubrir las necesidades de la gente del cine. Ya se sabe que lo que no es tradición es plagio por lo que la idea, aunque copiada, sería un bálsamo que los cineastas nunca dejarían de agradecer. No sería necesario asignar una cantidad determinada de dinero en los presupuestos y, en el caso de que los peliculeros se quedasen cortos, cabría siempre la posibilidad de elevar el tipo a fin de año, como con el IVA pero en plan cultural. Y si se quedan a cero en agosto pues se aplica la subida con carácter retroactivo y a tapar agujeros.
La iniciativa, que bien podría poner en marcha Teddy Bautista desde la SGAE, garantizaría un flujo constante de efectivo a ese sector tan importante de nuestra economía, que, si bien no genera muchos puestos de trabajo, edifica nuestras conciencias y representa fielmente nuestro vivir y nuestro sentir, tal y como apostilló Zapatero hace unos días tras la Gala de los Goya. El problema por lo tanto no estriba en la oportunidad de la tasa sino en el nombre y sobre qué bienes y servicios imponerla. Lo de Almodóvar no es mala ocurrencia pero Bardem me parece más apropiado, esa familia de cómicos ha entregado a sus mejores miembros al altar cultural de la patria y de justicia es reconocérselo. Para no ofender al realizador manchego, el fondo al que fuesen a parar los dineros obtenidos a través del impuesto podríamos bautizarlo como Fondo Almodóvar de Promoción de la Cinematografía, dependiente de un organismo de nueva creación, el Instituto Médem del Séptimo Arte, dedicado a ese revolucionario del género documental. Todos, el Bardem, el Almodóvar y el Médem, serían parte orgánica del ministerio del ramo y dispondrían de todo el aparato funcionarial que dicha institución se merece, máquina de café incluida.
Una vez reconvertida en Tasa Bardem, el Instituto Médem alimentaría en primera instancia las arcas del Fondo Almodóvar de las producciones norteamericanas que son, como todo el mundo sabe, las causantes del desastre. Más tarde podría ampliarse a restaurantes de comida rápida, marcas de calzado deportivo y de ropa vaquera, refrescos de cola, cigarrillos rubios, ciertos fabricantes de ordenadores personales y Microsoft, cuyo tipo sería el triple de lo establecido porque así lo demanda la sociedad. En una tercera fase se gravarían el resto de productos fabricados en EEUU y todos los que, hechos aquí, tuviesen la patente al otro lado del charco. El pato Donald iría aparte, sus películas y el lucrativo merchandising de las mismas tributarían algo más, para compensar a Marcelino pan y vino.
Puestas así las cosas, la Tasa Bardem mataría dos pájaros de un tiro. Por un lado, haría de nuestro cine un gigante financiero. No habría producción que se le resistiese y, con algo de suerte y un poquito de talento, la gente volvería resignada a las salas. Por otro, la cultura española florecería en un nuevo siglo de oro, en una Arcadia carpetovetónica libre de los malignos influjos yanquis y de su odiosa colonización cultural. Motivo hay, y ganas, más todavía.
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