En España opinar libremente y en público linda con el delito. Nuestros gobernantes tuvieron, tienen y, por lo que se ve, tendrán siempre pavor por lo que se diga de ellos en los medios de comunicación. No es extraño que en tiempos de la dictadura todas las emisoras de radio privadas tuviesen que conectar con el parte de Radio Nacional, o que fuesen necesarios tantos años para que naciese en nuestro país la televisión privada. Recuerdo como cuando era niño me contaban que en el extranjero había multitud de canales de televisión, hasta cuarenta en una sola ciudad, me decía mi padre cuando volvía de viaje. Aquí, entretanto, nos conformábamos con los dos canales estatales que, además, eran inaguantables, estaban manipulados y pintaban la realidad como le convenía al Gobierno, que por aquel entonces era el de Felipe González. Para echarse a temblar.
A finales de los ochenta a Felipe no le quedó más remedio que abrir la mano y concedió tres licencias de televisión privada. La ley estaba pensada para atar corto a las cadenas porque partía del hecho que la televisión es un servicio público y, por lo tanto, era labor de los políticos dar y quitar a placer esas tres míseras licencias. Una se la dio a Polanco, que no dudó en violar la ley emitiendo una señal codificada que sólo podían ver los que pagaban. Otra fue a parar a un curioso tándem formado por la ONCE y Silvio Berlusconi. Y la última a Antena 3 que le salió díscola, extremo que se atajó sin titubeos poniendo en la calle a los que habían osado poner en imágenes los desmanes de un Gobierno que iba a escándalo diario. Escándalo, por añadidura, que no debía trascender a la opinión pública.
El modelo, parido a imagen y semejanza de la idea de pluralidad y competencia que tenía el morritos, ha entrado en crisis. La revolución digital lo ha hecho añicos. Ya no se pueden escudar en el cuento del espectro radioléctrico. La señal hoy se distribuye por cable, por satélite, por Internet y hasta por la red de ADSL. La emisión es más barata y los costes de producción son mucho menores, además, es difícil sostener que nuestra televisión actual sea un servicio público. Quien quiera comprobarlo y tenga estómago para aguantar el envite no tiene más que sentarse enfrente de la pequeña pantalla durante la sobremesa o hacer una cata televisiva de la franja de madrugada.
Ante el nuevo panorama es normal que se pongan de uñas los concesionarios de esas licencias adjudicadas hace quince años. Competir con uno no es lo mismo que hacerlo con veinte y la publicidad, que es la que financia todo el tinglado, no va a crecer, por lo que los medios tendrán que repartirse como puedan la famosa tarta publicitaria. Igualito que en la prensa escrita, a diferencia que a ésta no se la considera servicio público y no está sujeta a la misma regulación. Cualquiera que disponga del capital necesario y esté por la labor de jugárselo puede abrir un periódico. Gracias a ello, en los últimos años del felipismo algunos diarios se transformaron en martillos del poder. A sus profesionales se les acusó de pertenecer a un curioso sindicato del crimen pero nadie pudo quitarles la licencia por la sencilla razón de que esa licencia no existía. Y bien que lo lamentó Felipe.
Lo que el Gobierno trata ahora de hacer no es tanto liberalizar un sector y devolvérselo a la sociedad civil como favorecer a un determinado empresario a quien el inquilino monclovita debe muchos favores. En suma, permitir que la cadena de este señor emita en abierto y rematar la faena radiofónica perpetrada al calorcito impune de los años de la apoteosis felipista. Lo más chocante es, sin embargo, que tratan de colocarnos la nueva regulación como un triunfo del libre mercado y una loa a la competencia. Muy al contrario, con la ley del embudo o Ley Polanco no va a haber más pluralidad. Lo más que veremos es como prolifera una miríada de ruinosas cadenas públicas autonómicas y municipales, y como el magnate que ha dado nombre a la ley se hace aún más rico, poderoso e insufrible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario