El llamado Proceso de La Habana, un ronda de negociaciones entre el Gobierno colombiano y los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) va llegando a su fin. De hecho, y en espera de la firma del documento final ya en territorio colombiano, podríamos decir que ha tocado a su fin. Falta también un plebiscito que se convocará en breve para que los ciudadanos aprueben o rechacen lo acordado. En principio esto sería una buena noticia porque el acuerdo pone fin a un conflicto extremadamente violento con más de medio siglo de antigüedad, pero allá abajo las cosas no son tan fáciles como las vemos desde aquí.
Por un lado, la negociación misma ha sido discutida por buena parte de la población colombiana, que desde el principio se ha negado a participar del circo que los hermanos Castro han montado a la salud de sus guerrilleros y a costa del buen nombre de un Gobierno elegido democráticamente en las urnas para defender el Estado de Derecho. En La Habana, sin embargo, lo que se ha hecho durante todos estos largos meses es ultrajar a la propia Constitución colombiana, que, como las prostitutas callejeras, amén de llevarse un buen bofetón, va a terminar poniendo la cama.
Los colombianos daban por hecho que, una vez Santos se hubiese rebajado para colocarse al mismo nivel que estos criminales, cualquier cosa podía suceder. Y así ha sido. Tenemos, por ejemplo, que los terroristas de las FARC, responsables de infinidad de crímenes, secuestros, extorsiones y narcotráfico a gran escala, quedarán impunes. Pero no solo eso, a modo de innecesaria propina, Bogotá les regala el privilegio de no tener que arrepentirse. Por no tener no tendrán ni que pedir perdón por todo el daño que esas siglas malditas han causado a millones de colombianos de carne y hueso.
La impunidad se materializará el día que los que ahora viven y delinquen emboscados en las espesuras selváticas del país salgan de sus escondrijos para incorporarse a la vida civil. Ante esto solo cabe preguntarse qué será de los guerrilleros, fanáticos ideológicos que solo conocen un empleo y, sobre todo, si ese día no pasará nada. La sociedad colombiana ha desarrollado durante años muchas autodefensas campesinas y contrainsurgentes que, la mayor parte de las veces al margen de la ley, han combatido la guerrilla administrando a los sediciosos cucharadas de su mismo jarabe.
De pasar algo los acuerdos de La Habana no habrían servido de nada y volveríamos al punto de partida. Pero no solo eso, cuando la pretendida paz llegue, otro de los desafíos que enfrentará la República será adaptar lo acordado en Cuba en artículos dentro de los códigos legales. Eso significaría de facto que las FARC han legislado sin competencia alguna para ello, desde una posición de fuerza y valiéndose del padrinazgo de un dictador como Raúl Castro. Pocos países conozco que aceptarían un acuerdo semejante sin que se produjese una rebelión interna.
Pero hay más incógnitas respecto a la feliz conclusión de este proceso. Las FARC son hoy uno de los principales actores en el narcotráfico mundial. Por sus manos pasa más de la mitad de las drogas que salen de Colombia hacia el exterior, una parte considerable a través de la frontera con Venezuela, donde el famoso cártel de los soles se hace con la mercancía y la reenvía a otros mercados. Las FARC no solo comercian, sino que también producen en las zonas que controlan militarmente. ¿Qué pasará con esa producción? Nadie ha sabido dar una explicación convincente a ese problema por la simple razón de que en La Habana ni siquiera se ha tratado el asunto, probablemente por miedo a irritar a la otra parte.
El narcotráfico tiene alguna derivación más que toca esta vez con las finanzas. Los capos guerrilleros disponen de grandes fortunas en el extranjero que no por opacas son menos conocidas por las autoridades colombianas. Hablamos de miles de millones de dólares puestos a buen recaudo en refugios fiscales y puertos francos. ¿Reconocerán ese capital? Si lo hacen habrán aceptado uno de los crímenes que siempre negaron, si no lo hacen el dinero de la droga empezará a condicionar de manera decisiva la política colombiana. La primera de las posibilidades es inimaginable, la segunda inquietante.
Todo indica que el proceso de paz alumbrado por Santos, un proceso sin vencedores ni vencidos, no saldrá porque es simplemente imposible que salga. Después de tantos años y de tantos sufrimientos solo uno de los dos podía prevalecer, pero el presidente no quiso escuchar a quienes se lo exponían de esa manera. Quería dejar como legado la paz y bien podría dejar de herencia un rebrote de la actividad guerrillera con su cortejo habitual de muerte y destrucción. Es la segunda vez que en Colombia intentan una operación similar. Solo nos queda preguntarnos si están dispuestos a probar una tercera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario