domingo, 24 de julio de 2016
Erdogan emputinado
Tres meses de estado de emergencia, cerca de 10.000 detenciones, los medios de comunicación contra las cuerdas, privados en muchos casos hasta de las licencias para seguir emitiendo, purgas en juzgados, universidades, regiones y municipios. Los afectados se cuentan ya no por miles, sino por decenas de miles y van mucho más allá del plano estrictamente militar. El golpe de Estado de la semana pasada, sí, ese mismo golpe que quizá no fue un golpe, ha puesto Turquía del revés.
El golpe en sí es asunto de debate. Fue ejecutado con la máxima torpeza, su desarrollo y trastienda están llenos de lagunas por lo que anda todo el mundo sospechando de su auténtica naturaleza. ¿Fue acaso un autogolpe, una operación de bandera falsa tal y como se dice en el argot de los servicios de inteligencia? Es probable, pero no podemos estar del todo seguros. De lo que si podríamos estarlo es de que si en lugar de en España estuviese en Turquía ya me habrían encerrado solo por insinuarlo. La libertad de prensa, uno de los pilares sobre los que se sostiene cualquier democracia, en Turquía hace tiempo que desapareció, bastante tiempo, mucho antes del golpe del pasado día 15. Y cuando la información no fluye libremente el subproducto que queda es la especulación, que es lo único que se puede hacer con los riesgos que ello implica para el conocimiento de la verdad.
Cabe otra posibilidad. Que el golpe fuese real, pero que el Gobierno tuviese constancia de él con antelación. Es algo tan plausible como lo anterior. En este caso Erdogan se limitó a esperar sentado en su residencia veraniega de Marmaris, siguiendo la comedia por las redes sociales, dejando que los golpistas se metiesen ellos solitos en la ratonera hasta que llegase el momento adecuado para devolver el zarpazo, cosa que hizo en la misma madrugada del golpe desplazándose hasta Estambul y haciéndose cargo personalmente de la situación. Siempre pegado a una cámara, eso sí, ya fuese las de la televisión o la de su teléfono móvil.
Que sea un autogolpe o un golpe cantado no cambia lo esencial: algo se mueve en Turquía, algo necesariamente malo. De un tiempo a esta parte no hay día sin noticia turca en los periódicos. Cuando no son los refugiados son las operaciones contra el ISIS o el empeoramiento de las relaciones con Rusia, materializado este último en noviembre con el derribo de un caza ruso por parte de la aviación turca. Turquía, que hasta hace no mucho se mostraba ante el mundo como un aplicado y diligente alumno cuya vocación era ingresar en la Unión Europea, ha cambiado radicalmente la dirección de su política exterior. De querer ser un pacífico y razonable miembro de la Unión a aspirar por las bravas a la hegemonía en Oriente Medio.
Porque en el fondo todo va de eso mismo. La ya avanzadísima descomposición política en Siria e Irak ha animado a los dirigentes turcos a echar una mirada a su patio trasero, un patio que perteneció a sus antepasados durante siglos. Es un cambio de prioridades sustancial cuyas consecuencias estamos empezando a ver. Hace una década Erdogan se veía como el Zapatero de oriente, hoy quiere emular a Vladimir Putin, embutido desde hace tiempo en el uniforme de gala del zar. Ha pasado, en suma, de apadrinar la alianza de civilizaciones a ejercer de aprendiz de brujo en Siria con una mano mientras amenaza a Angela Merkel con la otra.
Las resistencias internas a ese reenfoque exterior eran de esperar. Turquía es el país musulmán más atípico del mundo, el más secularizado y el que más se asemejaba a una democracia de corte occidental. Tiene Turquía una peculiaridad extra, los guardianes de la modernidad son allí los militares, constituidos desde la revolución kemalista en custodios de la república laica de Atatürk. La Turquía actual no es heredera del Imperio Otomano, sino un país nuevo creado prácticamente desde cero hace cien años tras la derrota en la Gran Guerra. Nada especial, el turco no fue el único imperio en implosionar con la llegada de la paz, el alemán desapareció del mapa y el austrohúngaro también.
Sobre sus cenizas se levantó un nuevo Estado de inspiración occidental que de puertas afuera no ha dado un mal quejido en casi un siglo. Pero el mundo que alumbró el tratado de Sèvres ya no existe. En Oriente Próximo el poder pasó de los otomanos a franceses y británicos durante el periodo de entreguerras, y de ahí a las nuevas repúblicas nacionalistas creadas con la descolonización auspiciada por la ONU al término de la Segunda Guerra Mundial. Ese equilibrio se rompió con la caída del partido Baaz en Siria e Irak –partido al que pertenecían tanto Saddam Hussein como Hafez Al-Assad– y la irrupción en el tablero de los fundamentalistas islámicos.
Todos quieren quedarse con un pastel que hoy por hoy no es de nadie. Los iraníes desde el este, los saudíes desde el sur y los turcos desde el norte. Erdogan se siente Putin, heredero natural de un imperio perdido que por derecho histórico corresponde a los suyos. Para ejercer ese derecho necesita reformular los principios de la república y adaptarlos a la nueva condición de potencia regional, necesariamente belicosa. Quizá esto nos termine de convencer de que el pasado importa y así empecemos a tenerlo más en cuenta.
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