domingo, 17 de julio de 2016

Elecciones, sí gracias


La hipótesis de ir a nuevas elecciones, que serían las terceras en menos de un año –cuartas en año y medio si contamos las municipales de 2015– empieza a cobrar fuerza. Podrían remediarlo, claro, pero, al menos por ahora, la voluntad de Rajoy y Sánchez es no moverse de donde están. Uno porque ha ganado y el otro porque considera que no ha perdido. Resumiendo, que los dos creen que deben seguir en el mismo sitio porque sus votantes les eligieron para eso mismo.

El bloqueo es en parte atribuible a nuestra propia historia parlamentaria reciente. En España desde 1977 siempre hubo dos grandes mayorías, primero UCD y PSOE y luego PSOE y AP/PP. Después de casi cuarenta años (los mismos que tiene, por ejemplo, Pablo Iglesias) de turno no existe cultura de negociación, transacción y pacto, que eso y no otra cosa es en lo que consiste la política en una democracia parlamentaria. Los arquitectos del sistema trataron de que esto nunca sucediese diseñando un sistema electoral inherentemente injusto que premiaba a los más votados. Ha sido este blindaje una más de las muchas cosas que han entrado en crisis en en España, probablemente la última y como consecuencia del resto de calamidades que afligen al país desde hace ya ocho largos años.

Sin el socorrido recurso a las mayorías el tetrapartidismo resultante tenía que estar dispuesto a comerse sapos y a traicionar los compromisos de campaña que fuese menester. No lo hicieron en la brevísima legislatura anterior. Podría hasta disculparse porque les pilló a todos de nuevas. Ahora, sin embargo, la cosa es distinta. Todos saben que la actual sopa de letras parlamentaria ha venido para quedarse unos cuantos años y, a pesar de ello, siguen emperrados en ponerse dignos dibujando líneas rojas aquí y allá. Esta es la razón que explica que veinte días después de las elecciones estemos como estábamos la noche del 26 de junio o, peor aún, la noche del 20 de diciembre.

El español medio no termina de entenderlo bien porque, a diferencia de los profesionales del ramo del politiqueo, el español medio no piensa en política más allá de lo estrictamente necesario, generalmente cuando ve casos de corrupción en la prensa o cuando le toca pagar impuestos. Dentro de los partidos, sin embargo, no se piensa en otra cosa, no se habla de otra cosa, la política es absorbente hasta extremos inimaginables. Es bien conocido el abismo que separa la calle de los partidos. En Génova, en Ferraz y en las sedes de Ciudadanos y Podemos se tiende a creer que los votantes dedican, como ellos, todo su tiempo a estos trapiches, de ahí que presumen un escrutinio implacable por parte del votante, al que suelen confundir con militante. Qué pensarán si transigimos aquí, se preguntan conmovidos. Pues seguramente no piensen nada porque ese asunto ni siquiera sabían que existía. Esta es la realidad, pero a ver quien es el guapo que se la explica a unos tipos tan ensimismados de su propia tontería.

De modo que, llegados a este punto, la derivación lógica es que todos anden buscando como locos el modo de deshacer el empate para regresar a las cómodas mayorías de antaño. El único que se salva es Ciudadanos, básicamente porque sabe de antemano que nunca alcanzará una mayoría, que su condición es la de partido bisagra entre conservadores y socialistas. Los otros tres se sienten con vocación de Gobierno, y saben que el Gobierno con mayúscula solo se ejerce sobre una amplia mayoría de escaños como esas que regala la ley D’Hondt a los dos primeros clasificados.

A pesar de que digan lo contrario de puertas afuera, el Partido Popular quiere intentarlo una vez más porque se ve ganador. Necesitan dar un nuevo y definitivo bocado a Ciudadanos para ponerse, ahora sí, por encima de los 150 escaños, lo que les garantizaría el Gobierno sin que nadie osase discutírselo. En el otro extremo, a Podemos las nuevas elecciones le ayudarían a suturar las fracturas internas, que son ya muchas y empiezan a infectarse. El hábitat natural de Podemos es, por lo demás, la campaña electoral, momento en el que despliegan sus poderes y echan el resto. Y, esta vez por qué no, quizá cante la rana y arañen los quince diputados extra que el 26-J les negó, lo que les abriría las puertas de la Moncloa con el animoso concurso de Pedro Kerenski Sánchez.

Al PSOE, por su parte, no le interesa una reválida electoral desde ningún punto de vista. Ya salió magullado de la segunda, es fácil imaginar como saldría de la tercera. Pero los partidos no dejan de ser personas con proyectos individuales. El de Pedro Sánchez pasa por sobrevivir. Sabe que el partido tiene motivos más que sobrados para relevarle. Se hizo cargo del partido con 110 escaños y lo ha dejado con 85, amén de haber regalado al adversario podemita preciosas alcaldías y la hegemonía simbólica en la izquierda. El relevo –quizá sea mejor llamarlo cese– se produciría este otoño, pero si para entonces hay de por medio una convocatoria electoral no podrían llevarlo a cabo. ¿Quién va a pensar en el partido cuando tienes que velar por tu propio trasero?

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