El estatus político de la isla caribeña es extraño, un caso único en el concierto internacional. Pero los problemas de la que antaño fue muy noble y muy leal isla de Puerto Rico no son, en principio, de índole política. La isla, con una superficie parecida a la de Navarra, es una democracia estable, con sus partidos políticos, sus elecciones, su Tribunal Supremo y hasta una Constitución inspirada en la de EEUU y aprobada en referéndum hace más de 60 años. Puerto Rico es, casi con toda seguridad, el país hispano con el historial político más aburrido de todo el siglo XX. Una gota de agua pura en una ciénaga de caudillatos, golpes de Estado, revoluciones y guerrillas.
A pesar de la omnipresente presencia gringa, que se extiende ya por 115 años, y la relativa proximidad de la metrópoli, los puertorriqueños siguen hablando español de un modo contumaz
A la estabilidad política puertorriqueña nunca fue ajeno el hecho de permanecer durante un siglo como colonia yanqui. Puerto Rico carece de moneda propia, de representaciones exteriores y de ejército. Pero sus ciudadanos, aunque son de nacionalidad estadounidense, no pueden votar en las elecciones federales, capacidad de sufragio que, sin embargo, adquieren automáticamente según se empadronan en cualquiera de los 50 Estados. Más peculiaridades. Los puertorriqueños eligen cada cuatro años a un representante que envían al Congreso, pero una vez allí dispone de voz, pero no de voto. Esta es la razón por la que no le llaman representante, sino comisionado residente. Residente en el DC, se entiende. La cosa se enreda aún más si vamos a la soberanía, que no reside en sus habitantes, sino en el Congreso de Estados Unidos. En resumen, que la Casa Blanca no gobierna en Puerto Rico, sino la Cámara de Representantes a través de una cláusula territorial que se añadió a la Constitución norteamericana a principios del siglo pasado.
En Puerto Rico, como puede verse, nada es lo que parece. A pesar de la omnipresente presencia gringa, que se extiende ya por 115 años, y la relativa proximidad de la metrópoli, los puertorriqueños siguen hablando español de un modo contumaz. Un estudio que la Universidad de Puerto Rico hizo en 2009 concluyó que el 95% de la población sigue empleando el español como primera lengua. Los yanquis ocuparon la isla, pero no el corazón de sus pobladores, hasta el punto de que algunos de los principales cantantes en lengua española provienen de esta pequeña isla.
La singularidad boricua se extiende a la economía. Es el único país plenamente desarrollado de toda la América hispana. No es un milagro, simplemente la aplastante lógica de disponer durante tanto tiempo de acceso preferente a un mercado tan grande como el norteamericano y de gozar de una institucionalidad que, a grandes rasgos, invita a la creación de riqueza. Con todo, los puertorriqueños son sensiblemente más pobres que los yanquis. Hay, de hecho, muchos más boricuas en el continente que en la isla, la mayor parte de ellos llegados en las sucesivas olas migratorias de la posguerra. Su población lleva 30 años estancada y desde hace 15 en franco retroceso. Durante 2014 la sangría se cuantificó: cada semana aproximadamente unos mil habitantes emigraba sin intención de retornar. En un país de 3,5 millones de habitantes es un desagüe por el que, para colmo de males, se están yendo los más capaces. Para un puertorriqueño –bilingües en su mayoría– lo fácil es hacer la maleta y largarse a Nueva York o a la Florida, donde grandes oportunidades de desarrollo profesional le aguardan.
El descalabro demográfico ha venido parejo al irresponsable manejo de las cuentas públicas del Gobierno insular, presidido por un gobernador electo democráticamente cada cuatro años. Durante años el país ha estado encadenando déficits gigantescos, del orden del 6% y el 7%, para mantener en funcionamiento una administración elefantiásica que, al menos sobre el papel, ofrece un amplio abanico de servicios que poco tienen que envidiar a los estados del bienestar europeos. Los recursos en manos del gobernador son cuantiosos. Aparte de la recaudación ordinaria (los puertorriqueños no pagan el impuesto de la renta en EEUU), Washington derrama todos los años miles de millones de dólares en forma de programas asistenciales, que van desde la construcción de viviendas sociales a un remedo isleño de los célebres cupones para alimentos que se asignan en los barrios pobres de las ciudades estadounidenses.
Los incentivos perversos, introducidos en la isla por la misma metrópoli, han ido poco a poco devastando la economía local. A muchos boricuas no les compensa trabajar
Estos incentivos perversos, introducidos en la isla por la misma metrópoli, han ido poco a poco devastando la economía local. A muchos boricuas no les compensa trabajar, especialmente a los encuadrados dentro del sector informal. En Puerto Rico, a poco que uno se lo proponga seriamente, puede obtener la casa y la comida gratis total. Los más preparados y ambiciosos, por su parte, huyen de la mediocridad general buscando mejores salarios en Miami, una ciudad casi tan hispana como San Juan y en la que se hacen espléndidos negocios. El clásico círculo vicioso socialdemócrata que premia la pereza y penaliza el esfuerzo. En Europa sabemos mucho de eso.
Al suministro continuo de dólares gratis se unió hace poco más de una década la adicción del Gobierno local por la deuda. En cierto modo no le quedaba otro remedio ya que la base de receptores de rentas se ampliaba mientras que los grandes contribuyentes se iban. Y aquí entra de nuevo el Capitolio y sus miopes políticos. Gracias a una ley dictada al efecto, los títulos de deuda puertorriqueños cuentan con un subsidio en la sombra. Cualquier tenedor de deuda emitida por el Gobierno insular disfruta de la llamada “triple tax exemption” (exención fiscal triple), que exonera del pago de intereses federales, estatales y locales. Un chollo al que no tardaron en acudir los fondos en los que la clase media americana confía el dinero de su jubilación.
Una deuda tan apetitosa no podía sino multiplicarse. Pronto los municipios de la isla empezaron a pedir dinero, que afluía sin cortapisas desde el continente. Para este menester el Gobierno de la isla llegó a crear una agencia especial, la Agencia para el Financiamiento Municipal de Puerto Rico, que se encargaba de intermediar colocando títulos en el mercado. Así, un oficinista de Dallas terminaba confiando sus ahorros a la capacidad de repago de un alcalde de un municipio del interior de Puerto Rico, cuya población se había acostumbrado a un nivel de servicios muy por encima de lo que el municipio en sí podía permitirse con sus propios medios. Porque las dos espirales en las que ha entrado Puerto Rico en los últimos años están íntimamente relacionadas hasta conformar juntas un quinto jinete del Apocalipsis que los ha llevado de cabeza a la quiebra. Por un lado el hecho mismo de pedir como si no hubiese mañana, llegando al extremo de remunerar intereses de préstamos anteriores con nuevos préstamos. Por otro la espiral fiscal, la de tener que subir más y más los impuestos, pero no para aumentar la cartera pública de servicios, sino para mantener el tamaño del Estado o devolver lo que antes se había pedido… para mantener el tamaño del Estado. A ningún contribuyente le apetece vivir en un país con impuestos suecos y servicios africanos, y a eso mismo es a lo que conducen estas dos espirales.
Los sucesivos gobernadores de Puerto Rico han empleado todo el dinero en sueldos públicos, en programas sociales y en mantener una jugosa nómina de empresas estatales ruinosas y mal administradas
Tanto el Gobierno isleño como los alcaldes no se gastaron esa cantidad desorbitada (72.000 millones de dólares, el equivalente a ocho veces el presupuesto anual de la isla) en promover proyectos que atrajesen capital e inversionistas de fuera, como, por ejemplo han hecho los tigres asiáticos durante décadas. Nada de eso. Los sucesivos gobernadores de Puerto Rico han empleado todo ese dinero en sueldos públicos, en programas sociales y en mantener una jugosa nómina de empresas estatales ruinosas y mal administradas, algunas operando incluso en régimen de monopolio como la AEE (Autoridad de la Energía Eléctrica), lo que no impide que los puertorriqueños paguen por la luz el doble que los norteamericanos continentales. Todo, en suma, típico gasto político cortoplacista, keynesianismo de baratillo en manos de unos insensatos cuya única solución práctica era seguir dándole hilo a la cometa año tras año… hasta que se ha acabado el hilo.
A estas alturas el panorama que enfrenta el Gobierno puertorriqueño es aterrador. No puede devolver lo que debe a no ser que los acreedores tengan la clemencia de reestructurar toda esa deuda. Esto es un proceso largo y tedioso que vendrá salpicado de infinidad de litigios en los tribunales estadounidenses. Cuando el proceso de reestructuración concluya, al Estado no le va a quedar otra que hacer las reformas que lleva tantos años aplazando, reformas dolorosas en un cuerpo social ya muy tocado. Eso significa coste político a la vista, en ese coste habremos de incluir la irrupción de ideas de casquero como las que ahora triunfan en Grecia. Puerto Rico es un país colonizado por una potencia extranjera. Así lo entiende la ONU, que ha solicitado a Washington que deje decidir a los puertorriqueños que quieren ser. Hasta el momento la opción de mantenerse como Estado Libre Asociado (ese insólito estatus del que hablábamos más arriba) es la mayoritaria, pero la opinión pública es voluble, especialmente cuando le aprietan las tuercas. Y ahora viene lo bueno, a pesar de la intensa norteamericanización de la que ha sido objeto durante décadas, Puerto Rico sigue siendo un país hispano, enteramente hispano, no muy diferente en cuanto a cultura y mentalidad a sus vecinos de la República Dominicana y Venezuela. Haga usted sus cálculos. Quizá el quinto jinete del Apocalipsis, el de la deuda, no haya hecho más que pregonar la llegada de los otros cuatro.
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