El culebrón griego promete eternizarse, al menos mientras al Eurogrupo le alcance la paciencia. Tsipras sigue sin querer entender que gobierna un Estado quebrado que sobrevive gracias a la misericordia de los acreedores. Del discurso justiciero y revolucionario de hace seis meses apenas quedan cuatro ecos propagandísticos para consumo interno. La realidad no es que se haya impuesto con el tiempo, es que siempre estuvo ahí aunque los chicos de Syriza –atados de pies y manos a causa de sus promesas imposibles de cumplir– se negasen a verla. Lejos quedan aquellas apelaciones a la soberanía que “los pueblos del sur” habían perdido respecto a los del norte. Ignoraban que solo se es plenamente soberano cuando no se debe nada, y Grecia chapotea en deudas que ni poniéndoselo facilísimo consigue terminar de pagar.
El unicornio que compraron los griegos –no todos, cierto es, solo el tercio del electorado que votó por la izquierda radical– el pasado mes de enero se resumía en dos postulados, a cada cual más delirante. El primero que la deuda contraída por los Gobiernos anteriores era “odiosa” (sic), por lo que no había obligación moral alguna de devolverla. El segundo, emanado directamente del primero, es que el pueblo griego tenía una suerte de derecho divino a disfrutar de los mismos servicios públicos que los holandeses y de más privilegios laborales que los alemanes. Esto implicaba fulminar de un plumazo todos los ajustes de Samaras y abrir hasta el fondo la llave del gasto para que un torrente de dinero fresco inundase a la economía griega. La crisis acabaría en un santiamén y tan solo nos quedaría preguntarnos por qué nadie se había planteado que la solución era tan sencilla, por qué no lo habían hecho antes. En ese momento el unicornio se tiñó de rosa y de su boca comenzaron a manar los colores del arcoíris. El paraíso estaba al alcance de la mano. Tan solo había que cambiar de Gobierno, quitar a unos para poner a otros que tuviesen los arrestos para plantar cara a la malvada Troika.
Sobre esos dos pilares edificaron su programa y ganaron, sin arrasar pero ganaron. La verdad, sin embargo, era muy otra. La deuda de Grecia –tanto la pública como la privada– no son odiosas. El Estado, las empresas y la gente de a pie pidió prestado libre y voluntariamente bajo la promesa de devolverlo. No hubo artificios ni coacciones, cada vez que el Gobierno griego colocaba un bono en el mercado de deuda sabía perfectamente lo que hacía y a qué se obligaba en el futuro. Ese dinero, además, fue pedido por un Gobierno legítimo y democráticamente elegido que se lo pulió mayoritariamente en gasto social y en financiar la monstruosa y sobredimensionada maquinaria del Estado. El problema de Grecia no era de austeridad, sino de todo lo contrario. Atenas lleva décadas gastando más de lo que ingresa, esto no me lo invento, es un hecho, no hay más que echar un vistazo por encima a los números para apercibirse del destrozo que han perpetrado los políticos griegos, todos, los de izquierda, los de derecha y los de centro. La política griega es adicta al gasto y es precisamente esa adicción la que ha hecho de los griegos unos deudófilos pasivos sin propósito de desintoxicación.
Lo más sorprendente de todo es que Tsipras, que se presentaba como el refundador de la república, no traía nada realmente nuevo. Su plan consistía en inyectar una dosis extra y posiblemente letal de la misma medicina que ha conducido a Grecia al colapso. La batalla era, como casi siempre sucede con estos mesías redivivos embutidos en el disfraz de salvapatrias, contra la realidad misma. El problema es que la realidad muchas veces es incómoda de aceptar. La mayor parte de la gente tiene una tolerancia muy baja a lo real. Muchos prefieren vivir en el autoengaño, que si bien es satisfactorio a corto plazo es suicida a largo. Hoy Tsipras se debate entre hacer lo mismo que hizo el denostado Samaras o llevar a cabo sus planes fuera de la eurozona, financiando los recurrentes déficits con dracmas devaluadas que al cabo de un tiempo quedarían para sonarse la nariz.
Este entierro del unicornio lo estamos empezando a ver también en España. Ahí tienen a Manuela Carmena, que cuenta los días por incumplimientos, casi como Rajoy, con la diferencia de que Rajoy no prometió el Edén, mientras que a Carmena solo le faltó asegurar que con ella el Manzanares pasaría a ser navegable y los transatlánticos remontarían el Tajo desde Lisboa, como en aquellos grabados barrocos en los que una fantasmagórica flota de Indias desplegaba el velamen frente al Real Alcázar.
Hasta el discurso de Pablo Iglesias se ha moderado extraordinariamente de un tiempo a esta parte. No es que se vean cerca de la tostada, es que empiezan a intuir que cuando le hinquen el diente a la tostada le van a encontrar el mismo sabor amargo que Tsipras, su antaño compadre de parrandas mitineras que ahora se las ve y se las desea para enhebrar el hilo por el estrecho ojal que le han puesto en Bruselas. Los unicornios rosas quizá sirven para engañar a los bobos que prefieren creer a saber. Para todo lo demás son completa y absolutamente inútiles.
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