Votar está muy sobrevalorado. Hay gente, mucha, que cree que su voto servirá para algo, que contribuirá a hacer que este gane o aquel pierda. Y contribuir contribuye, pero de una manera tan microscópica que no compensa el esfuerzo de acercarse hasta el colegio, mirar la lista, caminar hasta la mesa, hacer la cola correspondiente delante de la urna y ver de cerca el careto de vinagre de los interventores con sus listas, su boli del merchandising de la campaña, sus chapas en el pecho y su boquita lista para amarrarse a la teta del Estado conforme ganen los suyos. Eso siempre que el que recuenta no haya hecho trampa, que, como decía Stalin, lo importante no es quien vota, sino quien cuenta esos votos. En España en esto somos serios, el fraude no está en el escrutinio, sino en todo lo que viene antes, empezando por la ley electoral misma.
Un voto en Madrid, por ejemplo, no vale lo mismo que un voto en Soria, vale bastante menos. ¿Le parece justo que los madrileños, los barceloneses o los valencianos estén peor representados que los turolenses? ¿Son menos españoles? ¿Pagan menos impuestos? Le doy el dato para que no piense que exagero. Soria envía un diputado a las Cortes por cada 45.000 habitantes, Madrid por cada 180.000. La excusa de que Soria está poco poblada no satisface más que a los tontos. Si está poco poblada que hagan la circunscripción más grande y asunto arreglado. Luego sucede que, dependiendo de la cantidad de votos que obtenga cada lista, el precio del escaño difiere sustancialmente. A los partidos grandes les sale tirado, a los pequeños les cuesta un triunfo arañar un diputado. Para esto también tienen coartada. Dicen que así se da estabilidad al sistema. Y la estabilidad, ya se sabe, es tranquilidad, pero solo para ellos. La tranquilidad de un grupo parlamentario calcificado que luego vote en el Congreso al modo fuenteovejunesco.
La representatividad como tal no existe. Con nuestro sistema el elector vota una lista cerrada que el secretario de organización del partido ha confeccionado a capricho de los que gobiernan la nave, es decir, de los del aparato, puestos ahí por congresos internos cuyos compromisarios suelen serlo por llevarse bien con el mismo aparato al que luego van a elevar a los altares. El Partido Comunista de la Unión Soviética funcionaba de un modo parecido. La nomenklatura nutría al congreso del partido, éste al Comité Central y el Comité Central al Politburó, que era quien ponía ahí al capo di tutti capi, alias secretario general. A grandes rasgos el PP funciona internamente de la misma manera. La Pesoe también, aunque estos a veces disimulan y montan unas primarias para que el hipsterío se empalme y las chicas de la cuota se sientan empoderadas a tope. Los novísimos tipo Podemos, que nacieron con lo de las asambleas y el poder ciudadano, ya son pirámides de Keops como cualquier otro partido.
Creo que no hay un solo español que sepa a ciencia cierta quien es el diputado que le representa. En Ávila quizá porque hay tres, pero ni este trío solitario se ve obligado a representar a nadie más que al baranda de su propio partido. Vayamos a los hechos. Bárcenas, más conocido Génova adentro como Luis el cabrón, onubense de nacimiento, madrileño de residencia y helvético de vocación, fue senador por Cantabria durante seis años sin que se le conociese relación alguna con aquella bella provincia. Tan triste es lo nuestro que los diputados ni siquiera se representan a sí mismos, son parte de una maquinaria que mueve a discreción el jefe de la bancada, por lo general un ceporro –o ceporra– engreído que se sabe cortador de bacalao al por mayor.
Bien podrían votarse las siglas y que, una vez realizado el recuento, éstas estuviesen representadas en la cámara por un solo diputado cuyo voto valiese más o menos en función de los sufragios obtenidos en las elecciones. En lugar de mantener a 350 carpantas solo mantendríamos a 13, uno por cada partido que consiguió sacar escaños en 2011. El diputado popular dispondría de 186 votos mientras que el de Compromís tendría que apañarse solo con uno. Total, da lo mismo tener a 186 votando siempre lo mismo que tener a uno votando por todos. Bueno, en rigor no da lo mismo, uno sale más barato que 186 y como la política es el mal absoluto cuantos menos políticos circulen por la calle mejor para todos. Habría casi los mismos diputados que ministros, 25 en total. No haría falta ni hemiciclo, las sesiones podrían celebrarse en una salita del hotel que hay enfrente de las Cortes, con proyector, catering y un par de azafatas jamonas, para que luego no piensen que les hacemos de menos.
Piénselo serenamente, si votamos una lista adosada a un programa lo suyo es que solo haya un representante, en el que luego podamos cagarnos a placer cuando empiece a desdecirse de lo prometido. Con nuestro sistema las traiciones al votante se diluyen en un magma viscoso llamado partido. Luego vienen los llantos, la ropa hecha jirones y la barba de tres días como en los entierros gitanos. En realidad la culpa es nuestra por participar en un juego en el que ellos ponen las reglas y, claro, siempre ganan. Jamás permitiríamos que nuestros rivales en el mus fijasen las normas, ¿por qué lo admitimos con esta gentuza a la que, para colmo, damos de comer?
Si nuestro voto es un andrajo que apenas cuenta y, además, la representatividad es nula, ¿para qué perder nuestro preciado tiempo en esto y en estos? Bastante hacemos con entregarles, religiosamente y sin rechistar, la mitad de lo que producimos cada año. Más no nos pueden pedir.
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