Acaba de cerrarse el ciclo político más corto de la democracia. Cuatro años exactos ha durado. Ya hay que ser inútil para dilapidar tanto capital en tan poco tiempo y de un modo tan tonto. La hemeroteca está ahí para quien quiera consultarla. En mayo de 2011 el PP era el amo indiscutible del mapa municipal y autonómico. Unos meses después se haría con el Gobierno de la nación poniendo 186 diputados y 160 senadores encima de la mesa. Una mayoría tan aplastante que hasta referir los datos sonroja. En el Senado el siguiente partido tras el PP es el PSOE con cien senadores menos. Desde la primera legislatura de Felipe González no se recordaba algo similar. A Felipe la gasolina le duró cuatro legislaturas y 13 años que a muchos se les hicieron eternos. De no ser porque el morritos tenía la manía de adelantar las elecciones, el felipismo hubiese durado casi veinte años.
La vigorosa hoguera del 82 fue apagándose lentamente hasta que su última ascua se extinguió en marzo del 96. En esos años el país cambió, en unas cosas para bien y en otras para mal, pero de lo que hay duda es que, como había advertido Guerra al llegar a la poltrona, a España no la conocía ni la madre que la parió. Con Rajoy todo ha sido diferente. El fogonazo de noviembre de 2011 estaba ya muy consumido solo unos meses después y, para el segundo aniversario de la victoria, todos le daban por amortizado. Lo que ha venido después, los sucesivos fiascos electorales, no han sido más que la consecuencia de los despropósitos sin tregua de los dos primeros ejercicios. Y no será porque no lo habíamos advertido con tiempo. No se debe traicionar a todos durante todo el tiempo. No se debe cabrear por puro gusto a todos los votantes un día sí y al otro también. A cambio, en lugar de las gracias por recordarles lo obvio, lo que nos cayó fue una manta de palos.
Rajoy y su prole de gañanes relamidos, paridos todos durante el congreso búlgaro de Valencia en 2008, no supo asimilar la victoria. Quizá porque no la mereció. Mirado ahora, con la perspectiva que dan los años, vemos con claridad que se limitó a esperar debajo de un árbol a que le cayese la fruta madura y cuando la tuvo entre las manos no supo que hacer con ella. Pensó que aquello le iba a durar por siempre y, en su absoluta simpleza, creyó que con que la economía remontase un poco bastaría para lograr sin esfuerzos la reelección. Fue algo más que un error de apreciación. Rajoy siempre ha despreciado a sus votantes. No hay más que detenerse un poco para observar esa muesca a medio camino entre el asco y la conmiseración que pone involuntariamente en los mítines. Soberbio y pagado de sí mismo como es, cree que los españoles somos tontos del culo. No exagero, realmente lo cree. Que con un trabajito cualquiera y una dosis de fútbol y lectura matinal del Marca alcanzamos la felicidad suprema. ¿Principios? Si él, registrador por la gracia de dios desde los veintipocos años no los tiene, ¿por qué habrían de tenerlos esa pobre gente que hace cola en la oficina del paro?
Este menospreciar sistemáticamente a sus electores ha desencadenado la mayor y más extendida desafección hacia el partido de toda su historia. Nadie, ni Fraga, ni Hernández Mancha ni, naturalmente, Aznar, perdieron tantos votantes en los muchos vaivenes que ha dado el PP desde su fundación durante los años de la Transición. Ganar un votante es complicado, perderlo también, volverlo a ganar es una tarea titánica solo al alcance de auténticos genios de la política. Rajoy no está entre ellos. Pedro Sánchez tampoco, de manera que todo lo que cabe esperar de aquí a las generales es que la sangría continúe, acelerándose incluso porque la alternativa ya es algo más que alternativa, ahora es una realidad con poder contante y sonante y la cuchara bien metida en el presupuesto.
Podría argüirse que el PP rajoyano ha dilapidado su capital electoral en un espacio de tiempo asombrosamente corto porque se ha sacrificado aplicando reformas fundamentales en el sistema al estilo de lo que hizo Suárez. Pero no, la España de Rajoy es a grandes rasgos idéntica a la de Zapatero. No solo no ha cambiado ninguna de las leyes netamente zapateristas, sino que las que son de su propia cosecha han venido a apuntalar el consenso socialdemócrata del que él, inexplicablemente, se siente deudo. El Estado nunca había sido tan elefantiásico como ahora. Y para financiarlo ha echado mano de la fiscalidad más dura de nuestra historia. Todo, dicen, para poner coto al déficit, y ni eso ha conseguido. El déficit sigue disparado y, como añadido, la deuda pública está en máximos históricos. Cada décima de supuesto crecimiento en estos cuatro años ha costado una fortuna en endeudamiento. Quiso, en definitiva, hacer viable el zapaterismo y lo único que ha logrado es demostrar su endemoniada lógica: no hay almuerzos gratis, no se puede gastar más de lo que se produce, el sistema clientelar imperante es injusto, imposible de financiar y lo llena todo de incentivos perversos, el Estado, en suma, no crea riqueza, la dilapida. No veo necesario recordar que el experimento que se han traído estos dos entre manos ha corrido a nuestra cuenta.
El legado más perdurable de este desastre será la entrega del país con sus 47 millones de rehenes a la nueva izquierda podemita y la desactivación práctica de la derecha durante un par de legislaturas. Una derecha que tendrá que reconstruirse con calma. Quizá ya no en torno al PP, unas siglas malditas a las que nadie quiere acercarse. Pero lo importante no es el partido sino las ideas que lo mueven. Las hay malas y buenas. Hay que ser muy cuidadoso a la hora de elegirlas. Del funesto rajoyato se pueden extraer muchas lecciones, la primera y más importante es que sin principios no hay nada. Pablo Iglesias los tiene, equivocados, pero los tiene, y bastante firmes. Toca preguntarse si Albert Rivera tiene vocación de remolque o de tractor. Si es lo primero estamos apañados.
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