Me explico, la nación española es una cosa y el Estado español otra diferente. La primera no es ni buena ni mala, simplemente es; el segundo es malo de necesidad. Yo, por ejemplo, madrileño de varias generaciones, soy más español que nadie, pero eso no implica necesariamente que desee ser súbdito del Estado español. Si lo soy es porque las autoridades de Andorra o del mismo Gibraltar no han tenido a bien concederme el pasaporte. En cuanto lo hagan lo aceptaré de mil amores y hasta prometo aprenderme de memoria “El Gran Carlemany”, que es el himno del Principado de Andorra. “Creyente y libre once siglos, creyente y libre quiero ser. ¡Sean los fueros mis tutores y mis príncipes defensores”, dice su última estrofa condensando a la perfección la naturaleza del problema. No habla de andorranía, sino de libertad. Apúnteselo bien y continuamos.
La nación, en principio, no se elige, a la nación se pertenece por cuestiones culturales. Los españoles de ambos hemisferios compartimos muchas más cosas de las que nos separan, entre las que no figura, afortunadamente, estar sometidos a la misma autoridad estatal, que es lo mismo que decir no estar obligados a tributar a la misma Hacienda ni a servir de carne de cañón a la misma oficina de reclutamiento. La nación alemana prosperó durante mil años hasta que Bismarck la subyugó bajo el cetro imperial del Káiser. Luego vinieron dos guerras mundiales que devastaron Europa. En Austria-Hungría, por el contrario, varias naciones convivían sin demasiados problemas. La insensata desmembración del imperio trajo limpiezas étnicas, odios entre vecinos y dictaduras. Todo por esa manía, impuesta a fuego por la revolución francesa y a tinta por el romanticismo alemán, de hacer coincidir los límites geográficos de la nación con los del Estado.
Todo lo que queda de aquel imperio pacífico y multinacional es la pequeña Suiza, en la que viven desde hace siglos cuatro comunidades nacionales. El cantón Schaffhausen está rodeado por Alemania por sus cuatro costados, sus habitantes son alemanes que hablan y piensan en alemán, pero no quieren someterse al Estado alemán. Algo similar sucede en el Tesino con Italia o en Ginebra con Francia. A las personas normales y corrientes, las que vivimos y dejamos vivir, no nos interesan los grandes Estados, piden mucho a cambio de nada. Por eso los gibraltareños quieren seguir siendo eso mismo. Y yo lo celebro, porque los hispanos libres, hoy y siempre, nos sentiremos más andorranos y gibraltareños que estadoespañolíes.
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