Otro tipo de culebras menos dañinas aún son las del corazón. Esas me pasan más desapercibidas porque no sigo yo mucho las cosas de la noble víscera, pero sé que existen y que levantan la alicaída audiencia de los programas de televisión. La cadena que dé con una de ellas tiene resuelto el verano. Si mal no recuerdo toda la movida aquella de la Pantoja y Cachuli sucedió en verano. Los del Tomate se pusieron morados, la publicidad acudió en tropel a la llamada de la selva y todos tan contentos. La culebra de verano les fue propicia y supieron alargarla durante dos o tres años más con sus cuatro estaciones incluidas.
El año pasado tuvimos incluso una culebra económica, la de la prima de riesgo. Fue entre julio y agosto. No quedó en toda España un solo payo que no conociese los pormenores más sonrojantes de esta prima, una hija de su madre, por cierto, que nos condenaba a la ruina en el modo exprés. Este año, en cambio, de la prima de riesgo nadie habla de ella, y eso que hay motivos porque ha caído dramáticamente. Las buenas noticias, sin embargo, no son noticia, y mucho menos culebra.
En estas estábamos, culebreando aquí y allá, cuando lo real se ha vuelto a imponer con toda su gravedad. Lo real se llama El Cairo. Reales son sus muertos y su tragedia. Real es la tontería inmensa de los comentaristas occidentales y real es el caos de consecuencias imprevisibles que se ha apoderado del país. Nadie se explica lo que allí está sucediendo porque tratamos siempre de que la realidad se ajuste a nuestros prejuicios y no, como debería ser, nuestros juicios a la realidad. Egipto no es el país que nos gustaría que fuese, es el país que es, tiene la historia que tiene y arrastra las tradiciones que arrastra. Ignorar eso es ignorar lo esencial. Luego pasa que no entendemos nada y lo real nos asalta con virulencia impúdica. Claro que, ahora que lo pienso, los más no tratan de entender el mundo, sino de cambiarlo, y ahí radica el principal de los problemas. La voluntad de poner todo patas arriba sin saber muy bien que va a venir después forma parte de esa arrogancia fatal que los europeos hemos adoptado como pasaporte de nuestra propia inopia.
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