En el verano de 1805 un niño de Staten Island, el quinto y más apartado de los distritos de Nueva York, decidió abandonar la escuela para ayudar a su padre en un transbordador que llevaba trabajadores hasta Manhattan. Se apostaba en el muelle y picaba los billetes de los viajeros, soltaba amarras y repetía la operación en el puerto del downtown neoyorquino. Tenía sólo 11 años, era nieto de emigrantes holandeses y se llamaba Cornelius Vanderbilt. Tres años después, gracias a su madre, que le había prestado algo de dinero, ya era dueño de su propio barco, un pequeño velero con el que transportaba viajeros y mercancías variadas hasta el centro de la ciudad.
Pero Cornelius, que era hombre de paso corto y vista larga, no se conformó con su temprana fortuna. Buscó esposa en su humilde barrio y se mudó con ella al centro de Nueva York. Compró a su cuñado una goleta, la Charlotte, y fundó su primera sociedad mercantil. A los 23 años se alió con un empresario ya establecido, Thomas Gibbons, que comerciaba con Nueva Jersey y Pensilvania. Plantó cara al monopolio de transporte que el Estado de Nueva York había concedido a la compañía de los Livingstone y consiguió que se aboliese. Al tiempo se estrenó como capitán de un carguero a vapor que pertenecía a Gibbons. Esto le permitiría conocer de primera mano cómo funcionaba un gran negocio.
Estos fueron los cimientos de una de las mayores fortunas de la Historia. Fue, poco a poco, sin desfallecer jamás, construyendo un imperio marítimo como no se había conocido antes. En 1840 poseía la mayor flota de mercantes y ferrys del mundo. Lo había conseguido, además, sin recurrir al poder político para obtener ventajas sobre los competidores. Se metió entonces en el negocio ferroviario y, como no podía ser menos, lo hizo suyo. Al morir dejó una fortuna de 100 millones de dólares de la época y una universidad que lleva su nombre en Tennesse.
Ninguno de sus doce hijos pudo igualarle, y la corona de hombre más rico del mundo pasó a otro desheredado de la fortuna, Andrew Carnegie, un escocés que había venido al mundo en la pobreza más absoluta cuando Vanderbilt reinaba ya sobre los mares. Emigró a los Estados Unidos junto a sus padres, auténticos muertos de hambre de la Escocia profunda, y, sin poder siquiera permitirse la escuela básica, se empleó en un telar llevando y trayendo bobinas de algodón. En su primer empleo ganaba menos de cinco dólares al mes y tenía que trabajar doce horas al día, seis días a la semana.
El joven Andrew bien podría haberse convertido en un resentido social, pero no, tomó otro camino, el del esfuerzo y la superación personal. Trabajó en una compañía de telégrafos escalando posiciones y ahorrando hasta que pudo juntar un modesto capital. Entonces, en lugar de gastar estos ahorros en un casino, los dedicó a invertir y a labrarse un patrimonio. Hipotecó la casa de su madre para apostar por una compañía nueva, la Adams Express, que resultó ser una fábrica de hacer dinero. Después de la Guerra Civil americana ya estaba establecido como hombre de fortuna y es cuando decidió construir su imperio.
Entre 1885 y el final del siglo se convirtió en el hombre más rico del mundo gracias a la fabricación de acero, el material más demandado en aquella época de revolución industrial acelerada. Ganó tanto dinero que a los 66 años se retiró para dedicarse a financiar actividades culturales. Fundó, como su antecesor, una universidad y un complejo museístico en Pittsburg, Pensilvania, la ciudad que le había visto nacer como empresario. Enemigo acérrimo del socialismo y del nacionalismo (se opuso a la invasión de Filipinas y a los sindicatos de clase), creó antes de morir el Fondo Carnegie para la paz internacional, que sigue hoy, un siglo después, llevando su nombre.
Lo único que no consiguió Carnegie fue mantener durante mucho tiempo el título de hombre más rico del mundo. Un tal John Davison Rockefeller, vecino de Richford, en el estado de Nueva York, había elegido otro negocio distinto del acero para prosperar en la vida: el del petróleo. Rockefeller, que era de extracción humilde, superó a Carnegie en riqueza, en talento y en todo lo demás. Hijo de un viajante de comercio que se pasaba la vida fuera de casa vendiendo ungüentos milagrosos a domicilio, y de una devota ama de casa de misa diaria; de su padre heredó el instinto comercial y de su madre el orden, la disciplina y, especialmente, los hábitos austeros que le acompañaron toda su vida.
No fue a la universidad porque su familia no podía permitírselo, pero, a cambio, se convirtió por su cuenta en un extraordinario contable y en un inversor de finísimo olfato. En 1870 fundó la Standard Oil, una pequeña refinería provincias gobernada con tal tino que, en muy pocos años, se convirtió en la única de la costa este. Rockefeller se dio cuenta que el negocio no estaba en extraer el petróleo, sino en refinarlo y distribuirlo. Integró horizontalmente la el negocio consiguiendo que los precios para el consumidor cayesen en picado. Hacia 1900 era ya el hombre más rico de la Historia, el más envidiado y, lógicamente, el más odiado.
El Gobierno le acusó de monopolista e inventó para él las absurdas e injustas leyes antitrust, que premian al competidor ineficiente y castigan al que mejor sirve a los consumidores. En su cénit, la Standard Oil llegó a dar trabajo a 100.000 personas y a refinar el 90% de todo el petróleo mundial. Los políticos, sin embargo, machacaron sin piedad a semejante artífice de riqueza que, por convicción y ahorro, iba todos los días a trabajar en metro. Era muy religioso y predicaba con el ejemplo dedicando cantidades enormes de dinero a la caridad. Nunca fumó, ni bebió, ni se permitió más gastos que los necesarios. Se jubiló en 1896 dedicándose por completo a la filantropía, labor en la que destacó fundando la universidad de Chicago y la que lleva su nombre en Nueva York. Entre ambas han obtenido un total de 102 premios Nobel en el último siglo. Igualito que la Complutense, que tiene, exactamente, cero premios Nobel.
Gracias a sus buenas costumbres y a una genética privilegiada murió con casi 100 años, en 1937, poco después de haber bautizado un complejo de rascacielos en la Quinta Avenida –el Rockefeller Center– que es un monumento al hombre emprendedor, el que, de la nada, crea riqueza y bienestar para muchos. Por eso la política, la de ayer y la de hoy, aborrecen su figura, porque es su antítesis. El mérito frente al oportunismo, el trabajo frente al parasitismo, la rectitud frente a la corrupción.
El ejemplo de Rockefeller fue seguido al pie de la letra por los magnates del automóvil, por los Ford, los Firestone o los Durant. Partiendo de la nada consiguieron que todos tuviesen un coche, ese tótem del siglo XX que, digan lo que digan los ecologistas retrógrados, ha hecho más por la humanidad que todas las constituciones juntas. Ford, hijo de unos emigrantes europeos, era mecánico de motores de vapor. Supo ver antes que nadie la revolución que suponía el compacto y económico motor de gasolina, y sobre esa intuición fundó la Ford Motor Company en 1903. Quince años más tarde la mitad de los automóviles que circulaban por América los había hecho él.
Su secreto era fabricarlos en serie y no uno a uno como hacían los competidores cuya clientela la formaban los ricos de la época. Ford puso un coche en cada garaje al tiempo que se enriquecía, porque eso, y no otra cosa es lo que le impulsó a obrar el milagro. Cuando murió en 1947 las carreteras del mundo no tenían nada que ver con las de 1863, el año que le vio nacer en una granja perdida de Michigan. Firestone, su amigo y aliado, le puso ruedas al progreso saliendo también de una granja. De William Durant, el padre de General Motors, podría decirse casi lo mismo. Empezó ayudando a su padre en un almacén de maderas y de la nada levantó un holding de varias empresas automovilísticas entre las que se encontraban Chevrolet o Cadillac. Durant, a diferencia de los anteriores, se arruinó con el crack bursátil del 29 y terminó sus días regentando una bolera en Flint.
La principal enseñanza de las grandes fortunas forjadas en los siglos XIX y XX es que la riqueza no se hereda, se crea con grandes dosis perseverancia, trabajo y tesón. En los tiempos del Antiguo Régimen los ricos y los pobres lo eran de por vida. El capitalismo, un sistema económico que premia los méritos y el talento, dinamitó los estamentos y los privilegios de cuna. Esa fue la genuina revolución, la que le cambio la cara al mundo, y no, como pretenden hacernos creer, las involuciones socialistas. Éstas lo único que trajeron fue miseria, crimen de Estado y la recreación aggiornata de los señoríos feudales con el secretario general del PCUS haciendo las veces de Rey Sol y el Soviet Supremo de asamblea de notables. La desgracia es que, aún hoy, en muchas partes del mundo el capitalismo, pródigo en hombres extraordinarios que, buscando su propio interés, benefician a todo el mundo, sigue siendo la gran revolución pendiente.
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